LA reclamación por la consejera de Seguridad del Gobierno vasco, Estefanía Beltrán de Heredia, del repliegue de las Fuerzas de Seguridad del Estado (FSE) destinadas en la CAPV y el anuncio del traslado de dicha reclamación a la Junta de Seguridad encargada de coordinar la actuación y presencia de los diversos cuerpos policiales no es sino exigencia de un estricto cumplimiento de la ley una vez desaparecida la actuación violenta de ETA que ha asentado durante décadas una inusitada presencia de Policía Nacional y Guardia Civil en nuestro país. Así, si el Estatuto de Gernika, en su artículo 17, otorga las competencias de seguridad y orden público a las instituciones vascas y reserva a las FSE para "servicios policiales de carácter extracomunitario" que en la práctica se constriñen al régimen de fronteras y aduanas, en su punto cuarto sitúa además la competencia de la coordinación de esa actividad en una "Junta de Seguridad formada, en número igual, por representantes del Estado y de la Comunidad Autónoma" y en el sexto puntualiza que "no obstante" las FSE podrían intervenir solo "a requerimiento del Gobierno del País Vasco, cesando la intervención a instancias del mismo". Cierto es que el Estatuto contempla una posibilidad de intervención "por propia iniciativa, cuando estimen que el interés general del Estado esté gravemente comprometido", pero aun en ese caso estipula "necesaria la aprobación de la Junta de Seguridad" y restringe la potestad del Gobierno del Estado para determinar dicha actuación, "dando este cuenta a las Cortes Generales", a casos excepcionales que, una vez desaparecida la violencia de ETA, no es posible esgrimir. Pero, además, el repliegue y reubicación de los efectivos de las FSE dedicados al contraterrorismo y de los casi 3.900 efectivos (2.600 guardias civiles y 1.300 policías nacionales) destinados directamente en la veintena larga de acuartelamientos de la CAV no solo se justifica y razona en la letra de la ley o en la exigencia de una mayoría social, sino también en el sentido común de la reducción del gasto y la eliminación de servicios innecesarios y duplicidades en tiempos de crisis. Especialmente cuando el gasto policial anual en Euskadi supera los 500 millones de euros y el ratio de policías por habitante (siete por cada mil) triplica las recomendaciones de la Unión Europea.