MARIANO Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba, respectivamente presidente del Gobierno español y del partido del gobierno y secretario general de la primera fuerza de la oposición española, afectado uno por un más que supuesto caso de corrupción que infectaría sus más altas esferas -sin descartar una presunta financiación ilegal-, y atenazado el otro por sus propios pero similares males de delicuescencia democrática, protagonizaron ayer en el Congreso de los Diputados una vergonzosa y vergonzante versión del "no vamos a hacernos daño, ¿verdad?" que el chiste popular atribuye al dentista y su cliente. Su meliflua actuación en la sesión de control, que ni siquiera llegó a citar el nombre del principal implicado en la trama que debía centrar el debate, el del extesorero del PP, Luis Bárcenas (a quien sin embargo y al parecer se le ha permitido acogerse a una amnistía fiscal tan injusta como inmoral); dibuja, mucho más que las evidentes escaseces políticas del pretendido bipartidismo hispano, la podredumbre de un sistema o siquiera de una casta de maldenominados servidores públicos. También la nula reacción de la Casa Real, tras sus ejercicios de oscurantismo y ocultamiento, a las ya nítidas implicaciones en su seno del caso Noós que, no conviene olvidarlo, trata del enriquecimiento ilegal del entorno y miembros de la monarquía mediante el desvío de fondos públicos; es síntoma innegable de esa degeneración que alcanza a la jefatura del Estado, a los dos partidos que han ejercido las labores de gobierno durante tres décadas, a sus ejecutivos en Valencia, Baleares, Andalucía... y que concatena sin parar casos -Gürtel, Fabra, EREs, Pokemon, Bárcenas, Baltar... tras los anteriores Filesa, Naseiro etc.- de malversación o corrupción en la administración pública. Es, qué duda cabe, el nítido reflejo actual de la misma España de incompetencia, picaresca, corrupción y compraventa de favores que derivó en la desaparición de su imperio primero y en la liquidación de sus restos después, a lomos de la crisis moral, política y social que la anegó a finales del XIX y que el forzado Reino de España repite hoy, más de un siglo después, en otro episodio de su lenta pero inexorable descomposición.
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