LA intervención militar iniciada el pasado viernes por Francia en la República de Malí se ha razonado en la responsabilidad de París hacia la que fue su colonia durante casi un siglo -hasta la independencia en 1959-60- y en la petición de ayuda del presidente interino de aquel país, Dioncunda Traouré, ante el temor a un avance hacia la capital Bamako de las fuerzas islamistas y los radicales tuareg que controlan el norte del país. Al tiempo, la comunidad internacional ha pretendido avalar dicha intervención francesa como sustitutiva de la Afisma, misión internacional que el Consejo de Seguridad de la ONU aprobó el pasado 20 de diciembre y que se debía plasmar en el todavía pendiente despliegue en Malí de 3.300 soldados de Níger, Nigeria, Togo, Benin y Senegal. El implícito beneplácito internacional se fundamentaría asimismo en el riesgo de que Malí, uno de los países más pobres de África, se llegue a convertir en un régimen islamista radical, germen de inestabilidad para todo el continente africano y amenaza a la seguridad dada la relativamente escasa distancia con Europa. Todos esos argumentos tienen base real, aunque detener el avance islamista será mucho más sencillo que evitar su control del desértico norte, donde se puede prolongar el conflicto, y los accesos a las permeables fronteras de Mauritania y Argelia, por las que llegaría el presumible peligro para Francia y Europa. Pero, en cualquier caso, no son las únicas razones que han impulsado la decisión de Francois Hollande de iniciar la segunda intervención militar francesa en África en menos de dos años: la aviación gala ya fue avanzadilla en marzo de 2011 de la operación militar multinacional en Libia, en aquella ocasión sí con el amparo de la resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU. Porque, como entonces en la explotación de los vastos campos petrolíferos libios, el hexágono maneja también en Malí otros intereses. El control por los islamistas de la región de Mopti, en la que se desarrollan los principales combates, no solo les facilitaría el acceso a Bamako, sino a todo el sur del país, donde se asienta la producción aurífera -Malí es la tercera productora de oro del continente tras Sudáfrica y Ghana- y a la región de Kayes, en la que se explotan dos recientes minas que se espera dupliquen la producción anual de 45.000 toneladas controlada por empresas y capitales extranjeros (el oro supone el 80% de las exportaciones de Malí pero solo el 8% de su PIB), entre las que no es de las menos importantes la francesa Société Générale.