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Una tragedia demasiado repetida

EE.UU. afronta conmocionado las consecuencias del "derecho a poseer y portar armas" reconocido en la Constitución pero sin ánimo de restringirlo, tras la masacre en la escuela de Newtown, que dejó 27 muertos a tiros, 20 de ellos niños

EL presidente de EE.UU., Barack Obama, acudió a una vigilia ayer en Newtown, Connecticut, donde el viernes un joven de 20 años acribilló a sangre fría a 26 personas, 20 de ellas niños y niñas de corta edad; una tragedia que ha conmocionado al país, como es lógico, sobre todo por suponer la mayor matanza registrada en el ámbito escolar, pero que cuenta con demasiados antecedentes. Columbine o Virginia son lugares recordados por hechos similares, y en los diferentes estados norteamericanos han muerto tiroteados más de un millón de ciudadanos durante los últimos cuarenta años. Se calcula que en el conjunto del país, de 309 millones de habitantes, hay 310 millones de armas de todo tipo (rifles, escopetas, fusiles, pistolas) y, solo en 2012, 16,8 millones de estadounidenses han solicitado la compra de un arma, de forma legal y al amparo de la Segunda Enmienda, que afirma que "el derecho del pueblo a poseer y portar armas de fuego no será infringido". Ese "derecho a defenderse" -que abrazan con gozo en la Asociación Nacional del Rifle Americana (NRA), un poderosísimo lobby de cuatro millones de ciudadanos- provoca unos 34 muertos al día por disparos, pero ni la mayoría de la opinión pública estadounidense ni sus políticos tienen previsto ningún cambio legal. Cierto es que una senadora ha propuesto endurecer la ley para adquirir armas y que el gobernador de Connecticut también pide más control, al igual que el alcalde de Nueva York. Sin embargo, ni la Casa Blanca ni el Congreso han entrado a fondo en el asunto. La posesión de armas arraiga en lo más profundo de los principios republicanos, y los demócratas pasan de puntillas sobre la cuestión, incluso ahora, cuando la presión electoral es menor, porque les resta votos. El presidente anunció en caliente algún tipo de medidas para evitar nuevas tragedias, pero su falta de concreción y su situación política no auguran cambios de calado en la legislación. La alusión a un posible trastorno psiquiátrico del autor tampoco es concluyente, pues estadísticamente está demostrado que en países desarrollados solo el 7% de los actos delictivos los cometen enfermos mentales que no reciben el tratamiento adecuado. A falta de conocer más datos de las investigaciones, la sociedad estadounidense debe tomar sus precauciones para que hechos tan dramáticos sean una excepción.