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Lo que no parecía posible hace 25 años

El atentado de Hipercor, otro de los límites éticos que ETA, antes y después, reventó con una brutalidad que nunca debió tener cabida en la sociedad vasca, fue también el punto en que esta empezó a apartar a quienes justificaban lo injustificable

UN cuarto de siglo después de que ETA cometiera el más brutal (si es posible medir la brutalidad) de todos sus brutales atentados, segando la vida de veintiún personas, incluyendo la de cuatro niños, y causando decenas de heridos al detonar un coche bomba en los almacenes Hipercor de Barcelona, cabe congratularse del fin de la violencia y el terror pero al mismo tiempo maldecir que ese final no llegara veinticinco años antes. Antes incluso. La explosión de Hipercor, capaz de desatar una conmoción que llegó a producir interesados conatos desestabilizadores -que quizás se buscaban- en las estructuras del Estado, como relata el lehendakari José Antonio Ardanza veinticinco año después, fue uno de los numerosos límites éticos y humanos que ETA, antes y después, reventó con una indiferente frialdad que nunca debió tener cabida en la sociedad vasca, pero también el punto en el que esta empezó a apartarse definitivamente de quienes en virtud de antediluvianas teorías sobre la hegemonía de la fuerza aún justificaban lo injustificable. La Mesa de Ajuria Enea, constituida solo siete meses después, y el Acuerdo para la Normalización y Pacificaciòn de Euskadi, términos que se han venido repitiendo y exigiendo sin descanso desde entonces, también dieron forma política a aquel paulatino, aunque largamente larvado, despertar social frente a la violencia. El 19 de junio de 1987, cincuenta años exactos después de que otra violencia también inhumana tomara Bilbao por las armas, fue en ese sentido el día en que se inició el fin ; aunque este, no libre de egoístas cortapisas, haya tardado en tomar forma 25 años y haya costado decenas y decenas de víctimas -de la última en Euskadi, Eduardo Puelles, también ayer se cumplían tres años- y un dolor incuantificable desde entonces, un dolor muchas veces incomprendido también por el propio Estado, herméticamente sordo durante más de dos décadas a los requerimientos incluso de algunas de las personas que han padecido aquella monstruosidad del terrorismo. Hoy, cuando victimarios y víctimas se sientan cara a cara y asoma algo entre los rescoldos del odio y la incomprensión, cuando se ha llegado a donde no parecía posible llegar hace 25 años, es preciso no repetir errores, atender al perdón y escuchar al arrepentimiento, garantías de que no volverá a suceder.