EL Fondo Monetario Internacional hace una visita anual a los países miembros. Tras entrevistarse con las principales autoridades económicas y agentes sociales, emite su informe anual, que es uno de los chequeos económicos más importantes del año. En marzo pasado, el FMI emitió su diagnóstico sobre la economía de Islandia, y en noviembre de 2011 publicó en la revista del FMI un artículo sobre la peculiar forma de luchar contra la crisis de ese país. Contiene el autobombo de rigor ("la ayuda del FMI de 1.200 millones de dólares ha sido clave para la recuperación..."), pero lo interesante es que este organismo, punta de lanza de las políticas neoliberales en América Latina y África en los 80 (la década perdida por la que se denominó entonces crisis de la deuda) tiene palabras elogiosas para la política aplicada en Islandia: "La aplicación de la política en Islandia desde la crisis ha sido impresionante", dice el FMI, señalando a continuación que ya en 2011 la economía comenzó a crecer tras dos años de recesión, el desempleo está bajando y el gobierno volvió a poder financiarse en los mercados internacionales. Este año el balance fiscal del gobierno alcanzará un 1,5% del PIB de superávit, con una previsión de alcanzar el 5% del PIB de superávit primario (sin contar el gasto financiero por intereses) y que el nivel de endeudamiento bajará del 100% del PIB a finales de 2011 al 80% en 2016; los tres mayores bancos comerciales han reforzado sus balances, la morosidad de crédito de empresas y familias se ha reducido en 17 puntos en un año, los depósitos están aumentando y la liquidez de los bancos es elevada.

Con un sistema bancario que había alcanzado 10 veces el tamaño de la economía islandesa, el valor del producto en un plazo de cinco años, cuando explotó, el gobierno tomó una decisión fundamental: podemos perder el sistema financiero nacional, pero a la población le vamos a evitar la carga de nacionalizar la deuda privada.

Las políticas que se adoptaron incluyen: a) controles de capital para evitar la salida masiva de capitales y una depreciación desordenada del tipo de cambio, b) permitir que los bancos quiebren y no socializar las pérdidas, c) no ajustar la política fiscal durante el primer año del programa para contribuir a la protección del estado del bienestar del país, d) reforzar y utilizar el estado de bienestar para reducir el impacto de la crisis sobre las familias, redirigiendo las transferencias hacia los grupos de menores ingresos, aprovechando así la crisis para reducir las desigualdades en el país.

A pesar de los avisos catastrofistas de que la decisión de no aceptar responsabilidades colectivas por las pérdidas de los bancos privados, el hecho es que hoy los CDS (crédit default swaps, una especie de productos financieros que aseguran a los acreedores contra el impago de deudas internacionales y que se utilizan también para especular) son mucho más reducidos que en Irlanda, donde el estado asumió la completa responsabilidad por las pérdidas de los bancos, generando la mayor crisis fiscal y económica desde la independencia.

¿Qué lecciones podemos sacar de todo esto? A fin de cuentas, el problema bancario en España no está asociado a la participación en el casino financiero global de los bancos, sino a una burbuja de precios en el mercado inmobiliario y en el de activos que llevó a que el tamaño del sistema bancario se multiplicara por dos desde la entrada en el euro, alcanzando 3 veces el valor del PIB, y no 10 como en el caso islandés.

Y, sin embargo, España se encuentra más cerca de Irlanda que de Islandia, no solo por tener como moneda el euro, sino porque el Gobierno español -y sus tutores en Bruselas- está decidido a emplear los recursos públicos que sean necesarios para rescatar a los bancos privados de sus propios errores. Si se decidió privatizar las cajas de ahorros fue porque en la visión política que domina casi todo el espectro político utilizar los recursos públicos con entidades financieras no privadas es despilfarro, pero utilizarlo con entidades privadas es salvar el sistema financiero, ese mismo o parecido sistema financiero que los islandeses decidieron tirar al cubo de la basura.

Los bancos, en tanto que entidades privadas, deben estar sujetos a las consecuencias de mercado de las decisiones de mercado que han adoptado, y los recursos públicos en todo caso deben estar para garantizar que en caso de quiebra de una parte del sistema de crédito, este siga disponible para financiar las actividades productivas, es decir, la inversión y el consumo.

La lección más importante que se puede extraer del caso islandés es que la mejor política pública es la que salvaguarda los intereses sociales colectivos. En el orden de prioridades, las familias deben estar por delante de las empresas, y estas por delante de los bancos. La generación de empleo no es un objetivo para mañana, tras unas reformas estructurales de incierto impacto, sino que tiene que ser para hoy, porque el mayor despilfarro de un país se encuentra en la falta de utilización de la capacidad productiva de la población. Proteger a la población de las desigualdades brutales que genera el mercado, sobre todo, en períodos de crisis y turbulencia es más importante, es la acción prioritaria de un gobierno con sentido cívico. ¿Por qué el pacto por el euro sigue precisamente el orden inverso? Probablemente sea por una cuestión política: a pesar de su enorme tamaño, los bancos globales islandeses tenían muy poco poder político y, cuando ocurrió el desastre, no pudieron evitar que la población decidiera que no les tocaba ocupar ningún lugar en los escasos botes salvavidas.

Por el contrario, en la UE, y de modo particular en países como España o Gran Bretaña, el peso político del lobby de los banqueros es enorme, tan enorme que son capaces de cambiar presidentes de gobierno como en Grecia o Italia, poner a sus intelectuales orgánicos al frente de las reformas monetarias, financieras y hasta de la reforma universitaria (¿Qué pinta un banquero en el grupo de expertos que asesora al Ministerio de Economía sobre el particular?) y declarar que los expertos por ellos escogidos son el no va más de la sabiduría científica y moral en materia económica, algo que no logran ni siquiera en Estados Unidos, donde el debate en materia económica es mucho más plural que por estos pagos.

No hace falta mucho trabajo de asesoría para entender que los activos de las entidades de crédito están sobrevalorados, al menos en el volumen equivalente al sobreprecio que llegó a alcanzar el ladrillo en este país. Hoy, los precios inmobiliarios están todavía entre el 50% y el 65% por encima del valor real, con lo que los 400.000 millones de créditos a la construcción y a la promoción inmobiliaria tienen como referencia unos activos cuyo valor no supera los 200.000 millones de euros. La valoración de los 625.000 millones de crédito para la compra de vivienda debería devaluarse también a la mitad, pero en este caso, la legislación, hecha a medida de los intereses de unos banqueros alérgicos a asumir riesgos, obliga a los hipotecados a responder por el valor total de la deuda, más allá de las garantías aportadas con su vivienda. Esta servidumbre neofeudal a la que están sometidas las familias debería servir al menos para facilitar que con sus propios recursos, los bancos y sus acreedores (los que les prestaron dinero para alimentar la burbuja, es decir, sobre todo, otros bancos internacionales) se pongan de acuerdo en cómo eliminar 200.000 o 300.000 millones de euros del balance de unos activos que a finales de 2011 superaban los 3,3 billones de euros.

Sin duda es una cantidad considerable, que equivale al valor que pueden producir unos 5 millones de trabajadores en un año. Pero si un ajuste de esta magnitud se está convirtiendo en una tragedia económica de dimensiones impensables hace unos años, es por la resistencia de los responsables directos del desaguisado -los directivos de las entidades de crédito- que pretenden trasladar únicamente a los deudores toda la carga del ajuste. Si además el principal acreedor en la eurozona es el Deutsche Bank y, como se constató en alguna ocasión, su presidente Josef Ackermann le escribe de vez en cuando los discursos al ministro de Economía alemán, Wolfgang Schäuble, se comprueba que la política europea refleja no solo una colusión de intereses, sino directamente la hegemonía del capital financiero en la cultura económica, académica y política de la región.