FRANÇOIS Hollande venció hace nueve días en las elecciones presidenciales francesas. Su primera aparición pública como vencedor estuvo acompañada de dos banderas: la francesa y la europea. Comenzó hablando de Francia. "Seré el presidente de todos, también de quienes no me han votado". "Es importante unir a todos los franceses, porque somos una gran nación". "Nuestro país, -dijo entre aplausos- no es cualquier nación, es Francia"... Los asistentes se rompían las manos a aplaudir. La palabra mágica, Francia, arrebataba la pasión de los espectadores. También Sarkozy conocía este efecto. Su lema de campaña era "La France forte": Una Francia fuerte. Cuantas veces gritó en los mítines "¡Vive la France!". Sus seguidores se volvían locos, enfervorizados. Aún más cómoda con este discurso se sentía Marine Le Pen, invocando una Francia de los franceses, hostil a quienes no lo son. El nacionalismo francés ha sido la principal ideología vencedora de estas elecciones. Llamarle chauvinismo no reduce un ápice el nacionalismo de Estado francés. Puede despistar a algunos, pero ahí está, tan potente y poderoso como en los últimos dos siglos. No se puede ser presidente de Francia sin ser ferozmente nacionalista.
A partir de este hecho, comienzan a contar las diferencias. Todos invocan los valores republicanos de la Revolución, pero unos enfatizarán la libertad mientras que otros ponen el acento en la igualdad. Nadie suele hablar de la fraternidad. Hollande sí se refirió a este tercer pilar de la República francesa, a la necesidad de lograr una convivencia fraternal entre los franceses, de evitar las divisiones y fracturas sociales. Particularmente se centró en dos temas, la justicia social y los jóvenes. Hubo grandes aplausos, sobre todo de los jóvenes de las juventudes socialistas que estaban en las primeras filas del mitin.
Hollande también habló de Europa. Después de agradecer el trabajo y la dedicación de Sarkozy, al que envió un saludo republicano, dijo a sus simpatizantes que Europa les estaba observando. Que su victoria daba aire a la socialdemocracia europea, que cuestionaba el modelo impuesto por Berlín y que exigía una respuesta: un cambio de política más centrada en el crecimiento y no solo en la austeridad. En este punto clave, que Hollande repitió un par de veces, apenas hubo algún aplauso. Casi pareció turbado el nuevo presidente, sorprendido por la escasa reacción popular a su desafío al poder alemán. El tema que toda Europa esperaba con impaciencia no despertó ninguna reacción entre sus votantes. Sorprendente. Nacionalismo 1-Europeísmo 0.
En España, hace solo unos meses, Mariano Rajoy venció con un discurso muy nacionalista. Pero no menor que el de su contrincante Rubalcaba. A su principal rival dentro del Partido Socialista algunos barones la descartaron porque era catalana y, ya se sabe, no son muy de fiar en lo identitario. Casi obligaron a que la exministra de Defensa gritara ¡Viva España! en un mitin. Era el peaje necesario. Y no fue suficiente. Ya se sabe que hay ciudadanos más y menos españoles. Solo a igualdad de nacionalismo español comienzan a importar las diferencias. Igual que en Francia.
Más al norte, Putin ha vuelto a ganar las elecciones para regir de nuevo los destinos de Rusia. Habla como los antiguos zares, se comporta como los antiguos nobles, enfatizando el ejercicio físico y la dureza política. Si hay que reprimir una manifestación multitudinaria a sangre y fuego, se hace. Sin temblarle el pulso. En sus discursos siempre aparece Rusia, la Gran Rusia. No se atreve a decir el Imperio, pero no hace falta. Su pueblo le entiende perfectamente. Las metáforas del oso ruso y del poder desplegado sobre Asia son elementos fundamentales de su visión política. De nuevo, el nacionalismo de Estado en primer plano.
Fuera de Europa, la cosa no cambia mucho. Las banderitas norteamericanas son el único punto en común de los dos grandes partidos políticos en sus mítines. Los Estados Unidos, o simplemente "América" como les gusta denominarse a sí mismos, es el sujeto político por excelencia. Sus intereses deben prevalecer, su alcance no debe verse limitado. La clase política de ambos partidos mayoritarios comparten unos valores e intereses básicos que sustentan su sistema y que se expresan bajo la idea de "América". Es un nacionalismo que lo impregna todo. Las banderas nacionales están en todos lados: casas, calles, edificios oficiales, parques, universidades, películas de cine, camisetas, bolsos... Son parte del paisaje. Por eso son invisibles para muchos norteamericanos. Están tan acostumbrados a ver su bandera que ya no notan su presencia.
Este ejemplo, u otros que se podrían poner, demuestran que no pasa solo en Europa. Pero lo relevante es que en Europa sí sucede. Y el nacionalismo, entendido de esa forma -casi siempre excluyente- es difícilmente compatible con el sueño europeo. ¿Cómo vamos a construir una federación europea, única posibilidad de que Europa sobreviva en un mundo de gigantes, si a nuestros propios vecinos los miramos con recelo? Uno de los más grandiosos logros de la construcción europea fue el Acuerdo de Schengen. A partir de 1995, los ciudadanos de muchos países europeos podíamos atravesar las fronteras nacionales libremente. Ya no hacía falta llevar los pasaportes, solo el carné de identidad. Ahora, los gobiernos alemán y francés quieren que lo que era un derecho de los ciudadanos pase a ser algo discrecional, en manos de los Estados. De nuevo el nacionalismo de Estado.
Hace ya unos años que las grandes decisiones europeas, únicas que pueden ayudar a resolver la crisis, se toman entre un par de Estados (Alemania y Francia) y luego se les da a firmar al resto de socios de la Unión Europea. ¿Dónde ha quedado el espíritu europeo? ¿Dónde está la Comisión Europea, que debe velar por el bien del conjunto de la Unión y no solo de los poderosos?
Los ciudadanos griegos se han rebelado en las elecciones y han castigado duramente a los dos partidos que apoyan las tremendas medidas de austeridad impuestas por Merkel, Sarkozy y la Comisión Europea. Los ciudadanos consideran que es Europa quien les está causando sus males y reaccionan apoyando ideas fuertemente nacionalistas. Otra vez el nacionalismo de Estado. Tampoco es algo nuevo. Los griegos hace mucho que son un pueblo ferozmente nacionalista. Que se lo pregunten a los macedonios o pomakos, por ejemplo.
Volviendo a las elecciones francesas, Hollande no es un federalista europeo. En sus mítines no ha mencionado la idea de una Europa política, no al menos con estas palabras. Hoy día, parece un adalid de la causa europea, pero solo porque el resto de líderes europeos han olvidado para qué se comenzó a construir Europa y para evitar qué males. Ojalá Hollande sea capaz de despertar a la Comisión Europea de su letargo y forjar una alianza que inicie un debate sobre qué Europa queremos los ciudadanos. Pero tampoco debemos tener demasiadas esperanzas. Probablemente, la Unión abandone parte de su fundamentalismo neoliberal, pero a pesar de ello, aún estará muy lejos de la Europa que desean millones de europeos.
Por último, aunque no guste, también hay que recordar algo. La gran batalla no está entre los ciudadanos y esta Europa neoliberal. Hay millones de ciudadanos que han votado a Sarkozy -a pesar de su derrota-, a Rajoy, a Merkel... Los nacionalismos de Estado son aún muy poderosos, aunque nadie hable de ellos, y han sido siempre el principal obstáculo de la integración política que necesita Europa.
La idea de una federación europea respetuosa con las pequeñas naciones y las minorías y las propias naciones sin Estado, ambas, son las principales víctimas del mismo enemigo común: el nacionalismo de Estado. Rampante. Creciente. Cuidado, Europa.