FRANCIA sigue en pleno proceso electoral. El actual presidente, Nicolás Sarkozy, trata de ser reelegido, pero los resultados de la primera vuelta le han dejado en segundo lugar, detrás del candidato socialista François Hollande. En tercer lugar, la amenazadora sombra de Marine Le Pen, con un sorprendente 18 por ciento de los votos. Casi uno de cada cinco franceses ha votado a la extrema derecha.

No es algo nuevo. Las ideas extremistas han crecido de forma sostenida en la última década. Probablemente, la crisis haya agravado esta tendencia, pero en cualquier caso el fenómeno no surge con ella, sino que venía de atrás. Hay un creciente descontento entre los ciudadanos. Se sienten alejados de sus representantes, perciben que no son quienes han votado los que toman las grandes decisiones. Hay líneas rojas que no se pueden pasar, decisiones que se toman en comidas en restaurantes exclusivos o en campos de golf. Muchos borradores de proyectos de ley son redactados por las mismas compañías a las que se intenta regular y controlar.

Lo mismo sucede en el resto de Europa. Muchos europeos confían cada vez menos en un sistema basado en dos grandes partidos que se alternan en el poder. Muchas veces, el que gana no lo hace por méritos propios, sino por errores de gestión o escándalos de corrupción de quien gobierna. En toda Europa ha habido cambios de gobierno y poco o nada ha cambiado. Esto demuestra que el mal es profundo, que exige una reflexión a fondo.

Quien crea que en Francia todo se arreglará si gana Hollande probablemente se equivoca. Francia no tiene la solución a los problemas de Francia, porque los males de Francia son los mismos males que tiene Europa. Esta idea ha comenzado a calar en la opinión pública y por eso en la campaña electoral se ha hablado de la Unión Europa, del pacto fiscal, de las recetas de austeridad impuestas por Merkel... También se ha hablado de inmigración y de derechos. Todo está en cuestión, y por eso se discute de todo. En estas elecciones no se está hablando de gestión, ni de crisis. Lo que está en juego es el propio modelo de sociedad.

Sarkozy dice que la realidad es la que es, que no se puede cambiar, y que solo queda apretarse el cinturón. Cuando la gente pide alguna certeza, él, el gran hombre, el líder, responde: Francia. El otro día terminó un mitin gritando: "¡Viva Francia!", como si sus rivales fueran españoles, italianos o alemanes. ¿Qué es Francia? Francia, su grandeza, es lo que diga en cada momento Sarkozy. Solo él tendría la capacidad de leer los peligros, de intuir las soluciones, de proponer respuestas. Solo el gran líder garantizaría la seguridad y protección que nadie más puede ofrecer en tiempos de incertidumbre. Este mensaje ha funcionado razonablemente bien, porque a pesar de todo ha logrado un digno 27,2% de los votos, apenas un punto y medio menos que su gran rival, Hollande.

A su izquierda, François Hollande reacciona gritando que no comparte esos valores. Uno de sus lemas de campaña es otorgar a los extranjeros el derecho de voto en las elecciones municipales. El socialismo habla de solidaridad, de integración, de convivencia, de que otro modelo es posible. La música suena bien, pero muchos franceses observan que toca de oído, que no hay partitura, que corre el riesgo de quedarse en un par de eslóganes y buenas intenciones, que todo seguirá igual. Es lo que ha sucedido en otros países europeos. Ha logrado un 28,6% de los votos.

A la izquierda de Hollande, Jean Luc Mélenchon se rebela. No es justo, este sistema no funciona y hay que cambiarlo. Tanto las recetas de la derecha que cierran fronteras y abren mercados, como las de la socialdemocracia que se ha quedado sin ideas, no funcionan. Hay que dar una solución a los millones de personas que lo están pasando mal, que están pagando una crisis que no han creado. Su mensaje está calando entre las clases bajas y los obreros en paro o a punto de perder su empleo. Es una de las grandes sorpresas de esta campaña, con un 11% de los votos, aunque los medios se centren únicamente en Sarkozy y Hollande.

A la derecha de todos, Marine Le Pen también ha bajado a pie de calle, se ha mezclado entre los desfavorecidos y ha obtenido un 18% de los votos. Sus ideas xenófobas no se acompañan de un pensamiento ultraliberal, sino casi de economía social. En ocasiones recuerda al primer fascismo italiano, con muchos elementos sociales.

El éxito tanto de la extrema izquierda como la extrema derecha ha implicado el derrumbe de Bayrou. Es curioso, pero muy ilustrativo, que el único candidato centrista y abiertamente europeísta sea el que peores resultados ha obtenido en la primera vuelta, con un 9% de los votos. La gran incógnita de la segunda vuelta, que disputarán Hollande y Sarkozy, es ver a quién de los dos irán a parar los votos de estas tres fuerzas que han quedado fuera. Hay todo tipo de cábalas y encuestas, pero se apuesta porque algunos votos más irán a Hollande. Sin embargo, una gran cantidad de estos votos, desencantados con el sistema y con sus dos principales opciones, se abstendrán. Gane quien gane, deberá tomar buena nota de esto, de que millones de franceses no se sienten apenas representados por sus gobernantes.

Toda Europa está igual. En Holanda se ha visualizado que en este contexto, con tantas presiones y tan distintas, simplemente, no se puede gobernar. El gobierno ha tenido que dimitir al verse incapaz siquiera de aprobar los presupuestos. Los compromisos europeos, los ataques financieros en las bolsas y los recelos de los mercados, las protestas de los trabajadores, la reducción de recursos en las instituciones, las dificultades para formar mayorías estables en el parlamento... Todo ello hace casi imposible gobernar.

Desde Islandia llega la noticia de que el expresidente, acusado de negligencia en la gestión de la crisis, ha sido absuelto. Tampoco es fácil encontrar culpables o, al menos, ese juicio prueba que los principales no están entre los políticos. Todo parece indicar que este sistema, tal cual está, esto es, si no se reforma a fondo, no es capaz de seguir funcionando, no es viable ni económica ni socialmente.

Hay que tomarse en serio el problema, porque la última vez que Europa vivió algo similar fue en los años 20 y 30 del siglo pasado y el sistema democrático no fue capaz de ofrecer respuestas a los retos de la época. Fue en esa incapacidad donde primero Mussolini y luego Hitler y los demás líderes totalitarios encontraron el caldo de cultivo de su poder. Sus ideas, que hasta ayer nos resultaban aberrantes, hoy son votadas por muchos millones de europeos. Cuidado, Europa. Cuidado no solo con quienes proclaman las consignas xenófobas, sino con quienes tratan de afrontar el reto sugiriendo que deberían tener el acceso prohibido a los medios, etc. Esa no es la solución. Millones de europeos no son estúpidos. El auge del voto de las ideas de extrema izquierda y derecha parten de un hecho real: este sistema no funciona.

Todos deberemos ser muy autocríticos, audaces y generosos. Pero, sobre todo, inteligentes. Necesitamos líderes capaces de hablarnos del futuro, de proponer nuevas fórmulas, de pensar creativamente. Pero sin considerarse mesías. El culto a la personalidad no es la respuesta que Europa necesita. El nacionalismo de Estado y el cierre de fronteras tampoco es la solución. El problema de Francia es que solo puede elegir al presidente de Francia, cuando sus problemas son europeos. Y en Bruselas, ni Merkel ni Barroso conocen la respuesta. Aún más grave, si les preguntásemos directamente, probablemente responderían: ¿cuál era la pregunta?