EL Estado español está en quiebra. Solo la intervención, ya nada encubierta, del Banco Central Europeo (BCE) al comprar sus bonos sacó ayer in extremis a la economía española de los niveles de deuda e interés que obligaron al rescate de Grecia, Irlanda y Portugal y que han provocado un terremoto político en Italia, con cambio de gobierno incluido, en plena incapacidad de la Unión Europea para rescatar a su tercera economía. Con el diferencial de deuda, lo que se conoce como prima de riesgo o riesgo país, tocando los 500 puntos básicos -es decir, los inversores exigen ya un 5% de interés más por comprar los bonos españoles en lugar de los alemanes- el Estado se vio obligado ayer a aceptar pagar un 7,08% de interés por los 3.562 millones de deuda que colocó en los mercados, lo que equivale prácticamente a la situación en la que hace apenas tres meses se consideraba inevitable el rescate de cualquier economía europea. La continua emisión de deuda con la que el Estado español pretende hacer frente a sus necesidades alcanza así intereses desconocidos desde la entrada en el euro y cuestiona seriamente su capacidad para afrontarla cuando deba empezar a pagar la misma dentro de poco más de seis años porque ya hoy la deuda pública del Estado supone casi el 65% del PIB. La ruina es, por tanto, una realidad aunque se maquille con la intervención del BCE, por otra parte obligada para evitar a la UE el rescate imposible y el fracaso del euro. Aún más, no es solo económica. Por mucho que el gobierno estatal saliente y quien liderará el que se prevé entrante culpen a la voracidad de los especuladores financieros, la situación actual es resultado de años de gestión ineficaz o cuando menos despreocupada, de ausencia de planificación a largo plazo, de indolencia inversora e indiferencia ante la innovación, años que se remontan mucho más allá de una o dos legislaturas políticas, que afectan tanto a gobiernos socialistas como populares y que incluyen hasta el despilfarro de los fondos europeos. Es precisamente por ello que ni siquiera el adelanto electoral, la previsible derrota del PSOE y la más que probable llegada al gobierno del PP consiguen lo que los cambios, estos forzados, de ejecutivo en Grecia e Italia hacia gabinetes más técnicos sí dejan intuir un leve apaciguamiento de la presión financiera que, sin embargo, no se da respecto al Estado español, en quiebra de credibilidad política además de en bancarrota económica. A ambas -como consecuencia pero también en el origen de las mismas- se les añade la quiebra institucional, el fracaso del modelo autonómico que por diluir los verdaderas realidades nacionales pactaron el socialismo y el centro-derecha, los mismos PSOE y PP que, lejos de ofrecer soluciones, han pretendido durante la campaña electoral silenciar la realidad de un Estado español en ruinas.