LA opinión pública es como una máquina de vapor con volante pesado, muy difícil de poner en marcha, pero muy estable cuando está en movimiento. La cualidad física que mejor describe el proceso del voto es la inercia, indolente cuando está en reposo, imparable cuando se pone en marcha, y con una trayectoria rectilínea e inmodificable cuando va lanzado hacia una meta ya visible. De forma consciente o subconsciente, el Partido Popular trabajó estas inercias con enorme tesón y acierto, de tal forma que, aunque el arranque fue lento y dudoso -hace tres años nadie apostaba un euro por Rajoy-, la mayoría abrumadora parece inexorable.
Acostumbrado a seguir las campañas electorales, que he disfrutado y sufrido en toda su voluble realidad, tengo la sensación de que nos encaminamos hacia un resultado que empezamos a temer pero que ya no podemos cambiar, y que nos sitúa ante el vértigo de una decisión colectiva que nos produce muy poca confianza. Y conviene saber que, lejos de estar ante una pura elucubración, estamos recogiendo el fruto de lo sembrado.
Quien primero nos llevó a este camino fue el PP, que, después de renunciar a cualquier diagnóstico de la realidad o a cualquier compromiso concreto, se dedicó única y exclusivamente a destruir a Zapatero. Por eso ahora, cuando Rajoy se empeña en hablarnos de Europa y de la felicidad, nadie quiere escuchar sus simplísimos mensajes. Después fueron los ciudadanos, que, reconociendo una y otra vez que Rajoy no les convencía ni les ilusionaba, fueron construyendo su decisión -"¡echar a Zapatero!"- en pura negatividad. Y ahora es la evidencia de los hechos, que, haciéndonos comparar con Grecia, Italia, Portugal e Irlanda, nos obliga a preguntarnos si vamos por buen camino o hemos cedido a los sentimientos de frustración y venganza con los que pretendemos torear la crisis.
Los equipos que vienen son desconocidos. Las promesas de cambio difundidas por el PP no conectan para nada con un diagnóstico que hemos reducido a la infantil expresión de que "la culpa de todo la tiene Zapatero". La personalidad del nuevo presidente sigue siendo descrita en términos de indecisión y falta de liderazgo sobre los grupos de poder que lo mantienen arriba. Y la posibilidad de una salida hacia "más Europa" sigue sin estar siquiera esbozada desde la perspectiva interna y desde la necesidad de participar en la definición y la construcción de esa nueva Europa.
Por eso tenemos la sensación de ir con absoluta decisión hacia un futuro incierto, notando el vértigo de un resultado que ya no podemos parar.