La lección que nos dan Italia y Berlusconi
la única razón por la que no podemos considerar a Berlusconi una descomunal desgracia, y en ciertos aspectos de su vida pública un verdadero payaso, es porque los italianos lo eligieron sucesivas veces, por sí mismo o por su atrabiliaria asociación con ese otro pájaro de cuenta llamado Umberto Bossi, para que dirigiera la política italiana. En uno de los países más cultos del mundo, con políticos tan experimentados e intelectualmente pertrechados como Prodi, d'Alema, o Amato, los italianos optaron por echarse en manos de esa coalición de frikis que componen la antigua Forza Italia y la Liga Norte, para dejar que la política italiana fuese conducida a base de volantazos entre el independentismo, la xenofobia, el neoliberalismo, el antieuropeísmo y el nacionalismo trasnochado. Por eso me extraña que ahora, cuando el velo de la estupidez acaba de rasgarse, todo el mundo se pregunte dónde nacieron los males de Italia, o por qué los italianos tienen que soportar tan vergüenza ajena como les toca administrar.
Berlusconi no es una plaga de Egipto venida del cielo, sino una equivocada elección de un pueblo que, perdido el sentido esencial de la política, distanciado de los verdaderos políticos y de los partidos mediante el mismo peligroso discurso que ahora nos gastamos por aquí -"todos son iguales y todos roban"-, y entregado con armas y bagajes a las reformas de oportunidad hechas por redentores y demagogos -listas abiertas, desprestigio general de los partidos, jueces estrella y fiscales galácticos, y demonización de los aparatos de poder y control del Estado-, acabó creyendo que la solución de todos los problemas estaba en las fantochadas de Bossi, e los negocios y periódicos de Berlusconi, en hacerle jugarretas al poder de Bruselas y en lanzarse todos juntos -poder y pueblo- en brazos de la especulación y las burbujas financieras.
En las democracias avanzadas es imposible explicar las grandes líneas por las que transcurre la política, la economía y el sistema sin introducir en el análisis los millones de decisiones que, de forma individual o colectiva, adoptan los ciudadanos. Y la gran lección de Italia es precisamente esta: que quien mal anda mal acaba, que el que con niños se acuesta meado se levanta, y que el que se afanó durante diecisiete años en buscar su desgracia pierde todo derecho a quejarse de sus males.
En las circunstancias que estamos atravesando sería muy bueno que todos los pueblos de la UE hiciésemos una correcta revisión de nuestras actitudes y nuestros valores sociales y políticos, y que asumiésemos la consecuente responsabilidad que nos cabe -bastante más de la que creemos- en este desorden general que tan gravemente nos afecta. Pero, a la hora de componer la necesaria y conveniente lección de esta historia, es el pueblo italiano el que acumula los ejemplos más apabullantes de irresponsabilidad, que tanto sirven para aplicarlos a su propio país como para exportarlos al resto de la UE. ¿Es que no sabían quién era Berlusconi cuando le votaban? ¿Acaso necesitaban más datos? ¿Quedaba alguna duda de que este fin era inexorable?
En vísperas de la segunda elección que llevó a Berlusconi a la presidencia del Consejo de Ministros estaba yo en Italia como profesor invitado de la Universidad de Trento, y tuve la fortuna de asistir a una reunión de profesores en la que todos comentaban horrorizados la inminente ascensión del empresario fanfarrón y hortera a la cima del poder. Lo veían venir, pero no lo evitaron. Y mal haríamos ahora si, echándole las culpas al destino, a la crisis, al euro y a los dioses del Olimpo, acabásemos olvidando que la plaga Berlusconi la creo, estúpidamente, el pueblo italiano.