LA libertad de la persona, tan ligada a la de su responsabilidad, es un tema recurrente en muchas de las actuaciones institucionales de los jerarcas de la Iglesia católica, precisamente por la forma tan interesada y negativa con la que habitualmente lo tratan. Esta vez me refiero a la Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española sobre el proyecto de ley reguladora de los derechos de las personas ante el proceso final de la vida.
Al parecer, todos los miembros de la Conferencia Episcopal suscriben dicha declaración ya que ninguno de ellos, que yo sepa, ha salido ni tan siquiera a matizar ninguna de las manifestaciones vertidas por la Comisión Permanente (CP) en su declaración del 22 de junio de 2011 y por su portavoz, Martinez Camino, en el acto de presentación de la misma. Y ello pese a que, unos días antes, el propio presidente de la Conferencia, Rouco Varela, había manifestado que no se advertía en el proyecto ninguna legalización encubierta de la eutanasia.
Este proyecto de ley, como cualquier otro, admite mejoras. Y por lo tanto cualquier sugerencia, sea en el sentido que sea, es decir, a favor o en contra, realizada desde el respeto, siempre debería ser bienvenida. Y ya no digo nada si, además, a las propuestas las acompañase una fundamentación adecuada y, en su caso, una redacción alternativa del texto que se propusiese modificar.
Con más razón todo ello debería exigirse si se trata de declaraciones de una institución (Iglesia Católica) sobre actuaciones de otra institución (Gobierno del Estado). Pues bien, cualquier persona bienintencionada, que lea la ley y luego lea la declaración de los obispos, lo primero que percibe es que nada de eso ocurre con dicha declaración.
Además, da la sensación de que en la declaración de los obispos, permítase decirlo, hay gato encerrado. No es posible que desde la sensatez se pueda hacer una declaración de ese tenor, tan negativa y sesgada, tan llena de prejuicios, tan basada en meras suposiciones, elevadas al rango de afirmaciones absolutas. Y que ello se haga en función de citas de frases aisladas, sacadas e interpretadas, muchas veces de forma desleal y forzada, fuera de contexto y en contra del espíritu de la norma, sin ofrecer alternativas positivas de modificación.
También se vierten, para aseverar la ilegalidad de la norma proyectada, seudo-argumentos de tipo jurídico difícilmente comprensibles, ya que se refieren a conceptos legales que llevan vigentes en el ordenamiento jurídico español desde el año 1986, precisamente en garantía de la libertad de los pacientes, y que en este proyecto solo se confirman y concretan en el marco específico del final de la vida.
Dejando de lado, de momento, para otros más doctos, la crítica de la terminología y argumentación moral utilizada, totalmente inadecuadas en un documento dirigido a la generalidad de los ciudadanos, aunque entre ellos haya católicos, muchos o pocos, para los que también estoy seguro que ha de resultar difícilmente inteligibles desde la razón y, por tanto, muy poco convincentes desde el entendimiento. Por otro lado, no puedo dejar de manifestar que no resultan creíbles las intenciones que, según los propios autores, animan a éstos a hacer la declaración.
No es de recibo decir que se pretende contribuir a un debate público y pausado, y al mismo tiempo utilizar esas maneras tan poco dialogantes y leales, hablando siempre desde una supuesta única verdad, limitándose a hacer una declaración unilateral, dando por sentado ya y de forma gratuita, que el proyecto constituye una legalización encubierta de la eutanasia, y advirtiendo y proclamando la ilegitimidad del poder que elabore y apruebe dicha norma. Como siempre, esta iglesia católica no trata tanto de convencer sino de imponer y eso, sobre todo en el ámbito moral, siempre resulta deplorable.
Dicho todo lo anterior, como anticipo del juicio general que merece la declaración, es preciso constatar, una vez más, a través del texto de la declaración comentada, que la jerarquía de la iglesia católica se posiciona en contra de la autonomía de la persona al negarse a reconocer el derecho de la persona-paciente, en el ámbito de la asistencia sanitaria, a decidir sobre y, en su caso, a rechazar las intervenciones y los tratamientos propuestos por los profesionales sanitarios, aun en los casos en que esta decisión pudiera tener el efecto de acortar su vida o ponerla en peligro inminente. Son los propios obispos los que reconocen que es este derecho sobre el que gravita toda la maldad del proyecto de ley.
Porque piensan que no corresponde a las personas-pacientes la decisión de rechazar las intervenciones y los tratamientos que les propongan los profesionales sanitarios, si ello pudiera tener el efecto de acortar su vida o ponerla en peligro inminente. ¿Y en los demás casos? Al margen de otras consideraciones, no se entiende cómo a los prelados, tan partidarios y acérrimos defensores, teóricamente al menos, de la libertad de la persona, les puede molestar tanto que se reconozca a todas las personas-pacientes el derecho a decidir libremente sobre, y por lo tanto también a rechazar, las intervenciones y los tratamientos que les puedan proponer los profesionales sanitarios, bien como método de diagnóstico, bien como posible medida terapéutica.
Cabe recordar a los señores obispos que en España este derecho está reconocido legalmente, cuando menos, desde la aprobación de la Ley General de Sanidad de 1986, y confirmado posteriormente por otras normas nacionales e internacionales, vigentes todas ellas en el Estado español, sin necesidad, además, de que la persona-paciente, para ejercitarlo, tenga que encontrarse en el proceso del final de la vida. Derecho que ha sido ratificado expresamente por el Tribunal Supremo y por el Tribunal Constitucional, entre otros.
Lo curioso es que los obispos, al mismo tiempo que niegan esa competencia a las personas-pacientes, se la atribuyan a los médicos y demás profesionales de la sanidad, patrocinando, inexplicablemente, una vuelta a la relación clínica paternalista. Confunden el derecho del paciente a rechazar un tratamiento con una falta de respeto a los profesionales, y lo que es más incomprensible aún, consideran que ese derecho confiere al paciente una autonomía absoluta.
No obstante, y sin que les parezca contradictorio, los obispos, apelando al derecho a la libertad, ahora sí, echan en falta el reconocimiento en la ley del derecho a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios y del respeto al ideario católico de los centros sanitarios, corolario todo ello de la oposición a la autonomía personal de los pacientes.
La pregunta es: ¿Pretenden los obispos, a estas alturas, cargarse el derecho de los pacientes al consentimiento informado, del que es una expresión el derecho a rechazar un tratamiento o intervención? ¿Quiere la iglesia católica que los profesionales sanitarios impongan a las personas-pacientes, sin contar previamente con el consentimiento de éstos, los tratamientos, intervenciones y terapias que aquellos consideren convenientes? ¿Cuáles son los tratamientos de diagnóstico o terapéuticos que les preocupan a los obispos: aquellos que, de seguirse, puedan entrañar riesgos, en alguna medida y sin ser queridos, respecto a la vida o integridad física del paciente, o aquellos otros que de ser rechazados por estos, también pueden producir, en alguna medida y sin ser queridos, la muerte o el acortamiento de la vida de ese paciente?
Si el paciente es el responsable de su salud y de su vida, ¿por qué tiene que ser un tercero, por muy profesional que sea, el que tenga la facultad de disponer sobre estas cuestiones, al margen o, lo que sería peor, en contra de los demás valores del paciente?
Será muy raro el caso de un paciente que rechace un tratamiento, una intervención o unas medidas terapéuticas, porque desee adelantar el final de su vida o porque quiera morir. Son otros los motivos que suelen justificar tales decisiones, algunos incluso de tipo religioso y de conciencia. ¿Pero y si en algún supuesto, en el proceso final de su vida, pudiera ser uno cualquiera de ellos el que motivara su decisión? ¿Cuál es el problema?
¿Creen señores obispos que una persona que por razones religiosas rechaza un tratamiento, aun cuando ello puede poner en riesgo su vida, debe prohibírsele tal negativa en aras de su libertad religiosa? ¿No les parece contradictorio?
¿Por qué temen tanto, ustedes los obispos, que el paciente tenga libertad para poder decidir, de acuerdo a sus valores, sobre lo que quiera hacer con su salud y su vida?
¿Cómo creen ustedes, señores obispos, que se le podría imponer a un paciente el tratamiento al que éste se niega? ¿A la fuerza? ¿Y todo ello en aras de su libertad? ¿Quién sería, entonces, el responsable de la vida de ese paciente?
¿Qué pretenden que se haga con los pacientes en los centros con ideario católico? ¿No respetar su voluntad?
Señores obispos, el proyecto de ley objeto de su declaración se refiere al proceso final de la vida. ¿Les preocupa a ustedes que alguien quiera morir sin sufrir, pudiendo sufrir?
Pues no teman, señores obispos, la persona que quiera sufrir, porque ha llegado a dar al sufrimiento ese sentido y valor al que ustedes se refieren en su declaración, lo podrá seguir haciendo. ¿Saben por qué? Porque la ley garantiza y seguirá garantizando que esa persona, en uso y ejercicio de su libertad, pueda rechazar el tratamiento que le propongan los profesionales para dejar de sufrir, tanto si están en un centro con ideario católico como si no.
Por supuesto y por la misma razón, es decir, el respeto a su libertad, también va a tener garantizado el mismo derecho aquella persona que decida lo contrario.