EL pueblo irlandés es orgulloso como muy pocos. Guarda, y respeta con gran celo sus costumbres, tradiciones y símbolos. Y seguro que ayer no sentó nada bien en Dublín que la reina Isabel II de Inglaterra, de visita oficial por el país con su esposo Felipe, duque de Edimburgo, se negara a probar la pinta perfecta de cerveza Guinness. Ocurrió en la emblemática fábrica de Saint James, aquella que Arthur Guinness alquiló en 1759 por un periodo de 9.000 años a cambio de 45 libras anuales. La pinta la sirvió Fergal Murray, uno de los pocos maestros cerveceros que conoce la cantidad y tipo exacto de lúpulo, malta de cebada y levadura contenida en la fórmula secreta de esta bebida, motivo de orgullo nacional y degustada en todos los confines del planeta, pero rechazada, educadamente eso sí, por los monarcas. Se trata de una anécdota dentro de una visita tan histórica como protestada por los irlandeses que recuerdan la ocupación británica, pero a los reyes de Inglaterra tampoco les hubiese supuesto un esfuerzo irrealizable mojarse al menos los labios con tan respetada -y suculenta- bebida y mostrar cortesía ante lo que para los irlandeses es, más que una bebida, un símbolo. En el extranjero -e Irlanda lo es para los reyes británicos a su pesar- es preciso abrir la mente, mimetizarse con el entorno y cumplir el allá donde fueres haz lo que vieres. Con sangre azul o con la de las miles y miles de personas de todo el planeta que habrían disfrutado sin dudarlo de la pinta perfecta. Dios da pan al que no tiene dientes. Y cerveza a quien no tiene sed.