LA violencia sexista vuelve a saltar al primer plano de la actualidad, tras la muerte a golpes el pasado domingo en Bilbao de una mujer de 36 años, Amelia Amaya, presuntamente a manos de su pareja. Las instituciones, los partidos políticos y las organizaciones sociales vuelven a convocar concentraciones de repulsa, ante un nuevo caso de esta lacra cuando alcanza su grado máximo, es decir, cuando lleva a la muerte de la víctima. Los comunicados de repulsa se suceden y se reactivan los avisos a la ciudadanía, en especial, lógicamente, a las mujeres, para que utilicen los medios que las instituciones ponen a su alcance para denunciar y para huir de los agresores. Cuando el caso toca de cerca, la atención que se le presta es máxima, empezando por los propios medios de comunicación (que en esto también tendríamos que hacer una seria autocrítica), pasando por los responsables políticos y terminando por los ciudadanos de a pie. Cuando el asesinato se produce a unos cientos de kilómetros, en otra comunidad, la reacción es más atemperada. Y cuando el resultado no es de muerte, sino que se trata de agresiones que culminan en lesiones más o menos graves, la noticia pasa a un segundo plano o, simplemente, no se recoge, y tampoco los responsables políticos, salvo honrosas excepciones, salen a la palestra para recordar que esa realidad y esa amenaza están ahí de forma perenne. Es cierto que no existen varitas mágicas para hacer frente a un problema tan complejo como el de la violencia machista, pero si de algo habría que pecar en este terreno es de constancia en la alerta y en la denuncia, aun a riesgo de poder ser tachados de reiterativos y hasta de pesados. No se puede bajar la guardia ni apelar a la coyuntura difícil en lo económico para relajar las medidas de protección a las mujeres amenazadas. Otros ámbitos de violencia también se desarrollan en el marco de esta crisis y a nadie se le ocurre justificar un recorte en las medidas de seguridad. La denuncia realizada estos días hacia el Ayuntamiento de Gasteiz, en el sentido de que el teléfono de atención inmediata y especializada a las víctimas de la violencia de género había dejado de funcionar por las noches, no es indicativa precisamente de que se esté manteniendo en determinados ámbitos la tensión necesaria. Las duras condenas sirven de bien poco si no van acompañadas del mayor celo posible en la prevención. El problema nace de comportamientos enraizados en el ADN sociológico de nuestra sociedad y es toda la sociedad la que debe estar y ser implicada en su resolución. Actuar por impulsos, máxime cuando éstos vienen provocados por una muerte, es poco decoroso y productivo. La lucha contra el fenómeno de la violencia sexista exige de un alto nivel de compromiso y que éste se mantenga en el día a día. El caso de Amelia demuestra que seguimos fracasando en este empeño.