Opinión: Salvador Cardús

Lo predecible y lo impredecible del 11-S

10-09-2021

Los veinte años transcurridos después del atentado al World Trade Center de Nueva York no parece que disminuyan para nada el estremecimiento que produce estos días la repetición de aquellas imágenes. La brutalidad, la magnitud, y muy especialmente la fuerza visual de un plan tan diabólico, resultan imborrables para la memoria colectiva en aquel principio del siglo XXI. Asimismo, y desgraciadamente, parece que sus consecuencias tampoco hayan desmentido los peores presagios que se podían atisbar desde el primer minuto. Esperar una respuesta racional ante tal concentración de dolor, y que no fuera aprovechada por la industria de la destrucción, era ciertamente una ingenuidad.

Así, haber supuesto que se entraría en unos tiempos en los que se acentuaría la invasión de la vida privada por razones de seguridad, no solo puede decirse que se acertó, sino que se ha desbordado cualquier previsión una vez se desarrollaron las tecnologías necesarias. O haber imaginado que la humillación no solo política i militar, sino del orgullo nacional por el ataque al corazón de los Estados Unidos daría lugar a una respuesta desmesurada, no era difícil. En lugar de cerrar el ciclo de violencia, éste quedaría abierto en todas direcciones, como también lo hemos podido comprobar con la repetición de múltiples atentados de un cariz semejante. No tengo los datos a mano para saber si en su conjunto se acerca al volumen de víctimas de aquél 11-S, pero no debe andarse muy lejos.

Menos pensable era hace veinte años que una de las consecuencias a medio plazo sería el empuje que aquel atentado y los que seguirían daría empuje al desarrollo de la extrema derecha en el conjunto del mundo occidental a pesar de sus fuertes bases democráticas. No sé hasta que punto los buenos analistas internacionales habrán relacionado ambas cosas, pero me atrevería a decir que incluso el sorprendente y dramático paso de Donald Trump por la presidencia norteamericana podría ser, entre otras poderosas razones, un efecto retardado de aquella humillación. Quizás no estaría fuera de lugar, en este caso, aventurar un diagnóstico de “estrés post-traumático colectivo” para el conjunto de la nación.

En cualquier caso, el reciente traumático final de la guerra en Afganistán apunta al error de cálculo hecho hace veinte años bajo el efecto del odio y muestra el conjunto de desastres que los de Bin Laden desencadenaron aquel 11-S de 2001.

Salvador Cardús, profesor de Sociología en la UAB

Condena radical, análisis con matices

23-09-2001

La atrocidad humana, la barbaridad política y la magnitud de la destrucción material son tan desmesuradas en los actos terroristas de anteayer en los Estados Unidos que ninguna consideración ideológica debería minusvalorar la gravedad de lo acontecido el pasado martes, 11 de septiembre del año 2001, fecha que va a quedar grabada en nuestra memoria para siempre.

Además, la gravedad del ataque terrorista en Nueva York y Washington no debe verse únicamente vinculada la las magnitudes de la destrucción, sino que, por una parte, la pérdida de una única vida humana ya sería bastante para que resultara un hecho repugnante, y por otra parte, es de sobras conocido que la violencia, sea al detalle o al por mayor, siempre genera más violencia. Y mucho me temo que este caso no va a ser distinto: las posibles reacciones norteamericanas no solo no tendrán ninguna compasión con los posibles autores, sino que podría generarse, en los próximos meses y años, una invasión grave de la vida personal cotidiana de muchos ciudadanos, a lo largo y ancho de todo el mundo, en respuesta a la obsesión por la seguridad. Es decir, grandes dosis de violencia explícita y de violencia oculta, con el visto bueno de una mayoría de ciudadanos asustados y con sed de venganza.

Por lo tanto, quienes vean en la humillación a los Estados Unidos la posibilidad de darles una lección ante los abusos económicos, políticos y militares que suelen perpetrar, deberían saber que, históricamente, este tipo de lecciones no han sido aprendidas, entre otras cosas porque a los actos de terror se les puede suponer muchas intenciones menos las pedagógicas.

Pero una vez dicho esto, hay dos caminos por los que seguir. El más razonable, o el que sería más de mi gusto a las veinticuatro horas del drama y con millares de muertos aún por contar, sería el callar y, quien pudiera, rezar. El otro, al que nos debemos los que nos atrevemos –inmensamente, seguro- a asumir una cierta voz pública ante los retos que nos depara la vida social, es la de poner, aunque sea modestamente, algo de razón a las más que posibles reacciones viscerales, casi instintivas, que suele arrancar el horror.

Y desde mi punto de vista, la razón debería insistir en tres puntos. En primer lugar, considerar las causas generales y particulares que dan cuenta de la existencia de estas manifestaciones de odio. En el mejor de los casos, podrá extirparse de manera violenta al causante directo de un ataque, pero seguirán apareciendo nuevos casos mientras no se destruyan las causas del odio que suelen estar en la desigualdad y la injusticia. En segundo lugar, es necesario asumir las propias responsabilidades. Es este caso, si se confirma la responsabilidad del terrorista Bin Laden, no podrá olvidarse que durante diez años fue colaborador de la CIA y que posiblemente ahí se forjó como experto ejecutor de un cierto tipo de terrorismo de estado internacional. Tanto la primera cuestión como la segunda, no disculpan nada, pero explican mucho.

Finalmente y en tercer lugar, hay que decir que el terrorismo no es un fenómeno único y que no puede ni debe ser tratado siempre y en todo lugar de la misma manera. Claro que decir algo así puede parecer ocioso. Sería como decir que no todas las guerras son iguales ni se acaban del mismo modo, o que no todos los conflictos sociales se resuelven de igual manera, cosas todas ellas obvias. Pero hay que decirlo porque, en su acostumbrada práctica de aprovechar cualquier ocasión –incluso las más dramáticas- para llevar el agua al propio molino, el gobierno español, y particularmente su presidente, ya se ha apresurado a afirmar todo lo contrario: que todo el terrorismo es igual en todas partes y se resuelve de la misma manera. Un día criminaliza de manera generalizada a los okupas catalanes tratándolos de colaboradores con el terrorismo etarra y el otro parece sugerir que Bin Laden y ETA deben tratarse con las mismas armas. Consideración, además, contradictoria con la irritación con que hasta ahora habían recibido las comparaciones con Irlanda o Palestina…

Además, para más ridículo, Aznar se ofrece a los norteamericanos como gobernante con experiencia en situaciones de terrorismo, cosa que es cierta, pero solo en el sentido de haber demostrado la incapacidad de saber aprovechar el único resquicio de paz que se atisbó por unos pocos meses.

Lo decía al principio: la condena moral del ataque a Norteamérica no admite matices, pero sí los exige el análisis político de las causas, las responsabilidades y los posibles caminos de actuación. No fuera a darse el caso que, aprovechando la justa radicalidad de una condena moral, a algunos les pasara por la cabeza radicalizar actuaciones injustas que, desgraciadamente, cerraran aún más el círculo perverso de la barbarie.