No lleva más que medio año en el cargo, pero Donald Trump ha incumplido ya varias de sus promesas electorales y va camino de seguir haciéndolo, no porque haya cambiado de opinión, sino porque su cargo le obliga a enfrentarse a cosas que preferiría evitar.

Se trata ante todo de la política internacional que ni se pliega necesariamente a los inquilinos de la Oficina Oval, ni se adapta a su interpretación del mundo, ni puede ser doblegada de la misma manera que las cuestiones internas.

En realidad, la misión del presidente de Estados Unidos tiene teóricamente más peso en las relaciones internacionales que en la política nacional, porque la constitución norteamericana pone principalmente en manos de las otras dos ramas de Gobierno, es decir legislativa y judicial, las decisiones de la vida diaria, como cuestiones económicas y legales.

Aunque los autores de la constitución repartieron poderes para todo entre las tres ramas de Gobierno, el principal peso en la política internacional se lo otorga al presidente, mientras que los legisladores tienen más bien una función “asesora”, pues corresponde al primer mandatario negociar tratados y nombrar embajadores, aunque sea “con la ayuda y el consentimiento del Senado”.

Trump, quien a lo largo de su vida ha podido plegar muchas veces la realidad a sus deseos, se encuentra ahora con un muro en la palestra internacional, pues su capacidad de influir –y menos aún de mandar en gobernantes y poblaciones de otros países– es muy limitada.

Ciertamente, gracias al poderío militar y económico de Estados Unidos , Washington puede ejercer presiones con tratados comerciales o incluso alianzas militares, pero su capacidad es limitada y el presidente se ve en más de una ocasión obligado a seguir una política que no es la que más desea.

Si recordamos las declaraciones de Trump durante la campaña, da la impresión de que se creía tan poderoso dentro como fuera de sus fronteras, pues aseguró que la guerra de Ucrania acabaría poco después de llegar él a la Casa Blanca, estaba muy confiado en ganar el pulso a los enemigos de Israel en el Próximo Oriente y de encantar a Vladímir Putin como si el presidente ruso fuera una fierecilla en manos del domador neoyorkino.

Nuestros lectores ya saben que la realidad no ha sido así y que ni el conflicto ucraniano se ha resuelto o va camino de resolverse, ni los israelíes recuperaron a todos sus rehenes o eliminaron a Hamás, ni los fundamentalistas islámicos se avienen a acuerdos con Washington y sus aliados.

Trump dice ahora que sus referencias a Ucrania eran algo así como “una manera de hablar” y no estaba tan seguro de que resolvería la situación. Pero lo más apremiante ahora es Israel, el gran aliado de Estados Unidos que juega con una ventaja de la que no disponen otros países que también se encuentran en la órbita de Washington y que se halla enzarzado con un enemigo tan peligroso para las alianzas occidentales como es Irán.

Esta ventaja consiste en el ejército de norteamericanos de ascendencia judía, bien organizados políticamente y capaces de ejercer presión sobre el gobierno del país, tanto con sus donaciones colocadas estratégicamente junto a los centros de poder, como su presencia en el Congreso donde se aprueban tratados internacionales y ayudas militares y económicas.

Trump deseaba moderar las acciones israelíes y dar tiempo para que los ayatolás iraníes hicieran concesiones, pero el Gobierno de Benjamín Netanyahu tenía prisa y consideraba que Irán estaba a punto de conseguir tales avances armamentísticos que se convertiría en una potencia nuclear.

El presidente norteamericano se encontró con hechos consumados y, antes que enfrentarse a su gran aliado israelí, prefirió subirse a su carro y proclamar su esperanza de que los iraníes escarmienten y se avengan a negociar en las coordenadas de Washington.

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Así las cosas, Trump no puede refugiarse en la Oficina Oval y dejar la situación en manos de Jerusalén, ni tampoco puede regañar pública o privadamente a Netanyahu como hizo con el presidente ucraniano: Zelenski acude a Washington desde una posición débil y pidiendo ayuda económica y militar, mientras que Netanyahu está arropado por los grupos que trabajan en su favor dentro de EE.UU., por la capacidad israelí de defenderse con los arsenales norteamericanos, con las armas que el estado judío ha desarrollado y la habilidad negociadora de sus representantes en la capital norteamericana.

Trump se ve obligado así a dedicar tiempo y esfuerzo a cuestiones internacionales, un capítulo poco agradecido en la política de Washington que se centra en torno a su economía y sus elecciones, de manera que se ha convertido en el presidente que no quiso ser.