EL 24 de mayo de 1822 el mariscal Sucre venció a las tropas realistas en el campo de Pichincha; los restos del ejército castellano se refugiaron en Quito, cuya capitulación se firmó un día más tarde. Así se selló la independencia de las provincias del norte. El 13 de julio se decretó la incorporación de Guayaquil a la Gran Colombia y el día 31 la asamblea de representantes ratificó su adhesión. La reunión de los tres estados del norte supuso la consecución del ideal Bolivariano: el nacimiento de la república de la Gran Colombia.

En el curso del desfile de la victoria, cuando Bolívar pasaba por debajo del balcón de una de las quintas de Quito, una mujer tomó en sus manos una corona de rosas y laurel y la arrojó para que cayera a los pies del caballo del Libertador. Pero el pesado ramo le cayó encima… “Bolívar alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados… pero sonrió y me hizo un saludo con el sombrero pavonado que traía a la mano”. Aquella mujer era Manuela Sáenz de Bergara y Aizpuru. Poco después, en un baile, Bolívar le dijo: “Señora, si mis soldados tuvieran su puntería, ya habríamos ganado la guerra a España”. Ella abandonó a su marido y ambos mantuvieron un intenso romance hasta la muerte de Bolívar, ocho años después. Manuelita, a la que el Congreso de la Gran Colombia otorgó el título de coronel del ejército libertador por su decisiva participación en la batalla de Junín, destacó también en Ayacucho, sofocó el motín de Quito y, arriesgando la suya propia, salvó la vida de Bolívar en el curso de la conspiración Septembrina en Bogotá.

Aquel breve lapso de tiempo entre el verano y el otoño de 1822 constituyó una de las grandes encrucijadas de la campaña libertadora. En ese momento, el 13 de octubre de 1822, Bolívar escribió “Mi delirio sobre el Chimborazo”. El Chimborazo, un majestuoso volcán, se eleva más de seis kilómetros sobre la ciudad de Riobamba, a unos 190 kilómetros al sur de Quito. Allí compuso su obra, una de las más bellas páginas de la literatura romántica americana. Dejó escrito que quiso subir a la atalaya del universo y nada lo detuvo. No se sabe con certeza si Bolívar alcanzó su cumbre, el punto más alejado de del centro de la tierra, pero en su ensueño, arrebatado por la violencia de un espíritu desconocido para él, llegó como impulsado por el genio que le animaba a la cúspide de la naciente república, y tocó con su cabeza la copa del firmamento: “tenía a mis pies los umbrales del abismo”.

“El éter sofocaba mi aliento… Yo me dije: este manto de Iris que me ha servido de estandarte, ha recorrido en mis manos sobre regiones infernales, ha surcado los ríos y los mares, ha subido sobre los hombros gigantescos de los Andes; la tierra se ha allanado a los pies de Colombia, y el tiempo no ha podido detener la marcha de la libertad”. En su sueño, Bolívar se encuentra con el dios de Colombia, un espíritu rebelde, que se confiesa: “Yo soy el padre de los siglos, soy el arcano de la fama y del secreto, mi madre fue la Eternidad; los límites de mi imperio los señala el Infinito; no hay sepulcro para mí, porque soy más poderoso que la Muerte; miro lo pasado, miro lo futuro, y por mis manos pasa lo presente”. Dicho espíritu insta al Libertador a seguir aprendiendo, a conservar en su mente lo que ha visto y a dibujar en los ojos de sus semejantes el cuadro de un universo moral que no esconda los secretos de la verdad a los hombres. El fantasma desaparece y Bolívar vuelve a ser un hombre decidido a luchar por la libertad de un pueblo oprimido por el imperio.

Hijo de la Ilustración

Bolívar es hijo de la Ilustración; conoció los escritos de Diderot, Rousseau, Montesquieu y tantos otros, así como los textos políticos de las revoluciones francesa y americana. Pero estudió asimismo las leyes del viejo continente y la historia de sus instituciones, en especial las vascas y las inglesas, pueblos a los que admiraba, y todo ello asentó las bases de su pensamiento político: de la Ilustración las bases ideológicas, de la Revolución el terror a la anarquía, la guerra y el despotismo y, de las instituciones vascas y británicas el beneficio de la estabilidad asentado en la autoridad que el pueblo otorga a su fuero y, la bondad de las sociedades de amigos del país y de las compañías comerciales.

En su prácticamente año y medio de estancia en Bilbao, Bolívar estudió las viejas leyes, usos y costumbres de Bizkaia, tierra de sus antepasados. Allí tuvo ocasión de estudiar el desarrollo de instituciones como el Consulado de Bilbao y la legislación marítima derivada del comercio internacional que durante siglos había mantenido y regulado con éxito la economía de la villa. Asimismo, examinó con atención los estatutos de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País y, tras la independencia de Bolivia, creó a imagen de la vasca, la Sociedad Económica de los Amantes del País.

Republicano y soberanista

A la luz de estas lecturas y aprendizajes, el pensamiento de Bolívar era republicano y soberanista de raíz. En su discurso de Bogotá el 13 de enero de 1815, expresó sin paliativos que “la tiranía y la inquisición habían degradado a la clase de los brutos a los americanos, y a los hijos de los conquistadores, que les trajeron estos funestos presentes” No era posible generar una razón ilustrada, ni una virtud política “sin romper el cetro de la opresión”. Como legislador entendía que, tras siglos de opresión, el amargo y pestilente hedor del despotismo no iba a permitir cambiar a dichas sociedades mediante la simple sustitución de las leyes. “El hábito de la obediencia, sin examen, había entorpecido de tal manera nuestro espíritu, que no era posible que descubriésemos la verdad, ni encontrásemos el bien”.

En eso radica el sueño de Bolívar sobre el volcán: Era difícil educar a una población oprimida durante tanto tiempo en los principios de un universo moral. Tres siglos de monarquía e imperio habían adiestrado al pueblo a someterse al servilismo y la corrupción. Iba a ser prácticamente imposible establecer repúblicas democráticas en las que imperase la justicia social cuando sus gentes nunca habían vivido ni en libertad, ni en justicia ni en igualdad. Derrumbar el legado del imperio, los rancios vestigios de obediencia, caudillaje, corrupción e inquisición no iba a ser fácil.

Bolívar se manifestó desde un principio abiertamente panamericanista, pero entendió asimismo desde muy pronto que un gran estado monárquico no era legítimo. Luchó en nombre de la libertad, cuya única garantía era la de un gobierno de los ciudadanos, una república. Y guiado por el fantasma del Chimborazo, el logro de la independencia no podía ser sino la consecución del ejercicio de la libertad, la aspiración primera de la felicidad humana y el objetivo único de la lucha por la existencia política del continente, lo cual constituye una lucha racional, a la medida del ser humano.

Bolívar ha cumplido hoy 239 años y en nuestros libros de texto siguen clasificando este y otros procesos independentistas americanos como “desastre”. Ningún proceso de independencia y descolonización es una derrota, ningún destronamiento lo es tampoco. Todo lo contrario, los desmembramientos de los imperios son pequeños avances libertadores y civilizadores de la humanidad, tanto para los pueblos que lograron su independencia como para las gentes del imperio colonizador. Y el que no lo vea así, que suba a la cumbre del Chimborazo.