En el circo de antaño, el redoble de tambor presagiaba el peligro del volatín sin red o del domador asomado a las fauces de la fiera. En el sector del automóvil no hay timbales ni maestro de ceremonias anunciando momentos críticos como el actual. Tras despedir 2022 sin pena ni gloria, el gremio del motor afronta un 2023 “más difícil todavía”. Apenas hay motivos para el optimismo. Parece que los problemas de suministro de componentes van a perdurar, por lo que la producción de coches tardará en regularizarse. Además, el aumento de los tipos de interés y de los precios de la energía ha enfriado el consumo, de modo que se antoja complicado remontar el pobre cómputo de matriculaciones del último ejercicio (813.000 unidades).

Todos los pronósticos han fallado en 2022. Ni siquiera la propia ANFAC, la asociación española de fabricantes de vehículos, ha sido capaz de acertar la cifra de turismos y todoterrenos que sus miembros iban a vender conjuntamente de enero a diciembre. A falta de quince días para cerrar el ejercicio vaticinaba unos miles de ejemplares más de los que finalmente se han adquirido. Esta vez el tradicional tirón final ha sido débil, insuficiente para maquillar el registro oficial de ventas, que ha quedado un 5,4% por debajo del logrado el año precedente; lejos incluso del volumen alcanzado en un 2020 marcado por la pandemia, con fábricas y concesionarios temporalmente cerrados.

Esos malos resultados y unos augurios poco alentadores explican que, por primera vez en mucho tiempo, escaseen los vaticinios habituales en esta época: nadie quiere ser portador de malas noticias. Si en 2022 había clientes dispuestos a comprar, pero no coches con los que atender esa demanda, las circunstancias han ido cambiando. El escenario actual, con tipos de interés al alza y precios de los combustibles que no remiten, ha enfriado la fiebre compradora. La incertidumbre que siempre afecta al sector va mutando en el convencimiento de que viene otra temporada de vacas flacas y cinturones prietos. A ver quién resiste.

Lo tienen más difícil los concesionarios, expuestos a las condiciones de unos fabricantes que, salvo excepciones, tienden a restarles paulatinamente protagonismo, capacidad de decisión y márgenes comerciales. En la nueva fórmula de distribución que comienza a generalizarse, denominada modelo de agencia, la marca va suplantando en la operación de venta al concesionario, relegado ala condición de mero repartidor-reparador de coches, sin arte ni parte en el negocio.

Por ese motivo, las pequeñas empresas familiares independientes que proliferaron en el pasado van desapareciendo. Son absorbidas por grupos multimarca –la unión hace la fuerza–con mayor tamaño y musculatura financiera. Estos nuevos actores buscan sinergias y economías de escala, y persiguen la rentabilidad aumentando el volumen de coches vendidos para compensar los exiguos márgenes comerciales que estos dejan.

Por su parte, las principales compañías del sector siguen acusando el problema de la carencia de componentes electrónicos, esenciales para mantener su producción. Y por lo que se sabe, la cadena de suministro no da más de sí, con lo que los efectos del desabastecimiento seguirán notándose durante el año.

Así que los fabricantes de automóviles focalizan su esfuerzo en abordar el desafío de la transición energética. Con ese objetivo, se vuelcan en el desarrollo de nuevos proyectos de factorías destinadas a producir las baterías y los vehículos eléctricos del futuro inmediato. También en la captación de fondos públicos que permitan llevar adelante esos planes.

Su nueva religión es la reducción de costes, una doctrina que impregna cualquier decisión estratégica y toda negociación con sindicatos e instituciones. El mantra de “ser competitivos”, que invita a los demás a ceder “para que la central asigne el futuro modelo a nuestra fábrica y no a otra” funciona siempre; se sustenta en el miedo a las nefastas consecuencias económicas que una hipotética deslocalización de producción tendría para la comunidad.

En esa ecuación de la transición energética solamente queda un fleco suelto. Es el público. Ni los distintos gobiernos ni la industria de la automoción han sido todavía capaces de persuadir o motivar al consumidor final para que la perciba como necesaria y urgente. Menos aún para que se muestre dispuesto a afrontarla y sufragarla de su propio bolsillo. Una cosa es aceptar la conveniencia de avanzar hacia una movilidad sostenible y otra distinta tener que hacerlo por imperativo legal, no cuando puedas sino cuando te lo ordenan. El mensaje es: renuncie usted al coche de toda la vida y sustitúyalo ya por otro con tecnología más eficiente. El problema es que ese es un trámite caro que, además, comporta nulas ventajas prácticas.

Los coches eléctricos contemporáneos son máquinas de precisión que funcionan magníficamente bien, pero que lo hacen durante poco tiempo. No nos engañemos, deparan una autonomía real bastante más limitada que la oficial, y el proceso de reabastecimiento de sus baterías resulta muy engorroso (especialmente a la hora de viajar). Así que el sobreprecio no es el mayor de los inconvenientes de los coches a pilas.

La falta de microchips continúa frenando las cadenas de montaje.

Existen, claro está, soluciones intermedias, de compromiso. Son las que plantean las motorizaciones parcialmente electrificadas: microhíbridas, e híbridas convencionales y enchufables. Todas se basan en la aportación de un motor principal de gasolina, más o menos apoyado por una máquina y un acumulador eléctricos. Cada una de esas modalidades de electrificación comporta un grado de eficiencia energética y de contaminación distinto. Ese baremo va a determinar la vigencia o longevidad de cada sistema. En algún momento, el progresivo incremento de rigor en las leyes medioambientales irá dejando a los híbridos fuera de juego; es cuestión de tiempo que vayan quedando tan desfasados como hoy parecen los denostados diésel.

Luego está el factor de la obsolescencia provocada por el vertiginoso desarrollo de la tecnología. Al igual que un smartphone de hace tres años se considera ‘anticuado’, un automóvil a batería de esa misma época ni se acerca al consumo, la potencia y la autonomía de otro actual. Y esa diferencia, lejos de ser un aliciente, invita a aplazar el salto a la impulsión eléctrica.