El escritor Adolfo de Larrañaga nace en Portugalete en 1877 y muere en el exilio en 1961, en San Juan de Luz. Durante toda su larga y desconocida vida sintió una querencia especial a la lírica. Desde el movimiento modernista que bebió de Francisco Villaespesa, escribió un buen número de poesías en las que refleja su amor a su villa natal, a lo vasco o a la cultura. Pero además de poeta fue un periodista que desde la prensa de la época –El Obrero Vasco, La Tarde o Aberri, entre otros– escribió artículos de todo tipo en donde supo reflejar la realidad social de las décadas previas a la guerra civil.

En esta ocasión nos vamos a fijar especialmente a los que se refieren a la Bilbao que conoció en la década de los años veinte del siglo pasado, época de dinamismo político y social que coincide también con la dictadura del general Primo de Rivera. El retrato que traza de Bilbao se encuentra empapado de esa visión lírica de la que hablábamos al principio. Más que desde una perspectiva realista y meticulosa preocupada por el detalle del lugar, parte de un punto de vista interior netamente sentimental.

Bilbao tradicional

Los espacios clásicos de las Siete Calles, la plazuela de Santiago o El Arenal, representan la esencia del Bilbao histórico. El Arenal es el parque por excelencia de la Villa. Conjuga el remanso de calma y de reposo para sus vecinos con la intensa actividad portuaria que todavía se daba en los años veinte en sus muelles. Pero el poeta Larrañaga no deja de añorar, como el pintor Losada, la góndola del Consulado o los viejos astilleros de ribera. Aun así, no se detiene como aquel en el tiempo pasado. Contempla el presente del Arenal como una escuela de algarabía infantil con barquilleros, avellaneros o el tenderete de chucherías de la popular Pepita rodeada de una turba de niños y niñas en busca de las ansiadas golosinas. Es también lugar de reposo para los obreros, ávidos consumidores de los periódicos locales, de las niñeras que pasean con sus carros de bebés, de ancianos achacosos sentados en sus bancos o de monjas desocupadas.

Paseo del Arenal con decenas de personas disfrutando de un día soleado. José Ignacio Salazar Arechalde

Los días de fiesta y de música se concentran en su vetusto quiosco, antiestético, gris y sucio, pero con un cierto atractivo de goticismo trasnochado. Quiosco que poco después, en 1928, sería sustituido por la excelente construcción circular y decoración art decó del arquitecto Pedro Ispizua. Y cuando se construye el palomar de El Arenal protesta no precisamente porque le parezca feo. Lo asemeja a una mezquita levantada para que oren las palomas, pero lo considera un gasto excesivo cuando hay tantas necesidades de vivienda en la población.

Y cómo no hablar del Tilo del Arenal. Es el árbol que ha arraigado en el corazón de todos los bilbainos. Recuerda cómo en sus trayectorias de estudiante hacia el Instituto, veía siempre a una pareja de ancianos paseando lentamente alrededor del árbol. Pero las reformas urbanas que se pretendían ejecutar para solucionar el tráfico rodado en aquel punto, lo amenazaban seriamente y protesta ante el peligro de la desaparición de árbol tan emblemático.

Sin la honda tradición de El Arenal, es la Plaza Nueva un lugar esencial en la sociabilidad de los bilbainos. Fue la mayor operación urbanística del Casco Viejo en el siglo XIX, tardando en completarse casi 30 años, entre 1828 y 1851. En los años veinte del siglo XX, Larrañaga reflexiona sobre un espacio rico en matices sociales. Soldados, horteras, estudiantes obreros, criadas y chiquillos conforman una amalgama que da vueltas y vueltas a la casi cuadrada Plaza Nueva. Paseantes que se repiten con las mismas expresiones en los rostros y un tono de monotonía que se acrecienta cuando la lluvia se cierne en sirimiri. Su interior tantas veces modificado, lo preside “un quiosco parecido a un florón de guirlache”, al que acompañan tres palmeras de hoja de lata. El viejo reloj de la Diputación, ya trasladada al Ensanche, pertenece ahora al Hotel Excelsior y en uno de sus lados se ubica el café más conocido de Bilbao, El Café Suizo, con su luz de candil y su letrero romántico que tanto atrae a Larrañaga. No olvida el escaparate del Hotel Torrontegui donde se muestran dionisíacamente a los ojos del espectador pavos, perdices, angulas o vino del Rhin. Cuando oscurece, los viandantes van abandonando pausadamente la plaza por sus cuatro bocas de salida –hoy son cinco– y en plena noche solo se oye el chuzo del sereno en la concavidad del espacio vacío.

Decenas de personas en los alrededores del templete de El Arenal. José Ignacio Salazar Arechalde

Bilbao bulliciosa

La Bilbao que crece y se transforma ha saltado al Ensanche a través de El Arenal y de su puente, que Larrañaga asemeja a un cordón umbilical unido a la madre de las Siete Calles. La vida bulle en la calle de la Estación, hoy calle Navarra, y en la Plaza Circular y la estación de tren con su tráfico de coches, tranvías, carros y bicicletas y la gran farola central. Allí converge un multiforme conglomerado de obreros, estudiantes retozones, modistillas con sus trajes de colores, oficinistas corvados por los libros de contabilidad, lo que llama maremágnum social, y todo bajo la atenta mirada del guarda de la porra “imponiendo su autoridad a todo lo que rueda y lo que anda”. Nos ofrece Larrañaga una imagen literaria que tanto nos recuerda a las visiones pictóricas del cuadro de Aurelio de Arteta de la calle de La Estación o al de choque de tranvías de Antonio Guezala. Una especie de Vía Apia donde “nadie se puede detener en sus aceras y los débiles son arrollados por el empuje de los fuertes que pasan triunfadores”.

La calle de la Estación es el lugar de intercambio ciudadano, brazo que une el pasado con el porvenir, la tradición y la fuerza. Aquí llegan de los pueblos de las márgenes de la ría, de las ciudades castellanas o de las estepas áridas y luminosas todas las actividades. Arco del triunfo o puerta de entrada de todos los luchadores o fracasados de la vida que deambulan por la ciudad. A veces la riada humana necesita un descanso y se detiene formando remolinos en los remansos de las orillas o en el Café Nervión, en la Hostería del Laurel, en La Concordia, en la Caja de Ahorros Municipal o en sus variadas tiendas.

Un grupo de personas en la Plaza Nueva, junto al kiosco. José Ignacio Salazar Arechalde

Bilbao silenciosa

En contraste con la Bilbao dinámica y trepidante, se encuentra otros espacios como el cementerio de Mallona. Era lugar propicio donde se podía mover con soltura un poeta. Atravesar el arco de la entrada con aquella frase que tanto impresionó en su niñez a Unamuno, “Aquí acaba el placer de los injustos y comienza la gloria de los justos”, era el inicio de un recorrido por un espacio triste y bello. El primer cementerio de la villa levantado a media ladera, camino de Begoña, fue el lugar de reposo de los muertos cuando las cuatro parroquias bilbainas dejaron de servir de enterramiento, por motivos sanitarios. Cuando Larrañaga recorre los rincones del viejo camposanto, es ya un lugar semiabandonado, lleno de tumbas ruinosas y una vegetación exuberante. En su visión romántica, llega a ver un templo dórico, sonoro como una estrofa de Esquilo. En su segunda visita a Mallona, la descripción del cementerio es solo la descripción de sus ruinas. Está definitivamente muerto. Pero precisamente en sus ruinas encuentra una belleza armoniosa, sonora y melancólica. Los antaño cipreses antropomorfos se encuentran ahora orantes, vencidos, humillados. La escalera de entrada está gastada por los miles de cortejos fúnebres de tantas generaciones. Zarzas, yedras y madreselvas ocupan buena parte del espacio a modo de misteriosa cabellera al viento. Sueña el futuro de Mallona como el jardín romántico que Bilbao necesita.

Otra Bilbao silenciosa se encuentra en Basurto. Es un lugar casi desconocido. Un jardín abandonado antesala del convento de Capuchinos. Un edificio austero, oscuro y humilde. Una iglesia de tres naves con nervaduras sobre arco de medio punto muy pobre, muros desnudos y confesionarios recatados y oscuros. En ese refugio vive el espíritu de San Francisco con el que Larrañaga se identifica. Parece imposible hallar un lugar así en el Bilbao trepidante en el que vive. Un lugar distinto donde se puede respirar la profundidad de las noches estrelladas.

Postal de la época que muestra la entonces llamada calle de La Estación, hoy puente del Arenal. José Ignacio Salazar Arechalde

Bilbao oscura

El paseo de los Caños a la salida de Atxuri vivió su momento de esplendor en la segunda mitad del siglo XIX. Si hemos de creer a Emiliano Arriaga, José Orueta o, al mismo Miguel de Unamuno, posiblemente en unas visiones idealizadas de su infancia, era un paseo delicioso, con espléndidas hayas y chopos, y un río limpio y cristalino. Pero cuando escribe Larrañaga en el periódico La Tarde en 1927, el otrora romántico paseo ha cambiado su fisonomía. Gris, sucio, oscuro, en cuyas casas no se alberga la dicha. Así lo ve y así lo siente nuestro poeta. Un barrio minero con sus trenes aéreos, cargas de dinamita y casas de explotación. El río-ría, es un cauce de agua amarilla, fangosa y torrencial que ha obligado a las angulas a buscar las orillas donde les esperan los anguleros con sus cedazos. El paisaje industrial que describe es una profanación contra la naturaleza. Y profundamente triste. Una casa azul es la única nota de color en un barrio donde se cobijan los que huyen de la urbe ciudadana, incluidos los gitanos, “amarrados al carro del dolor y de la libertad”.

También le causa pesar el circular de las manadas de bueyes y terneras camino del sacrificio. Describe a los animales pasar por delante del Boulevard conducidos por un joven pastor y observa, cuando se acerca al Campo Volantín, cómo parte del ganado recula al olfatear la sangre del matadero al final de la calle Tívoli. Es inútil. La ciudad exige una hecatombe: “La estela que deja esta manada que pasa por la arteria de Bilbao es dolorosa… un rastro de sangre deja una cierta amargura en el alma”.

Otro espacio oscuro es el que describe en cierto cabaret de la villa. Los techos bajos y grises del local, luces esmeriladas que generan un derroche de colores no producen sino un sentimiento de alegría fría. El violinista con esmoquin raído y la orquesta de músicos parece un grupo de autómatas, una especie de marionetas retribuidas. Lo que llama la falsa alegría del cabaret.

Fin del paseo

Hemos terminado el breve recorrido con Adolfo de Larrañaga por esa Bilbao de hace un siglo. El paseo ha transcurrido en esencia por paisajes interiores donde el poeta ha reflexionado sobre los espacios públicos bilbaínos y en los que ha buscado y encontrado las diversas almas de la Villa. Desde la festiva y alegre del Arenal, a la bulliciosa de la Plaza Circular, pasando por la melancólica del cementerio de Mallona o la triste y oscura del paisaje industrial del Paseo de los Caños. Es la Bilbao íntima y plural de un poeta. Del poeta Adolfo de Larrañaga. l

El autor: José Ignacio Salazar Arechalde

Jurista en el ámbito de la Administración local, sus trabajos de investigación histórica en el mundo del Derecho urbano y periodístico se han plasmado en muy diversos libros, artículos y ponencias. Ha sido ganador del XVII Premio de Investigación Histórica Noble Villa de Portugalete con el trabajo titulado ‘Adolfo de Larrañaga. El agua silenciosa. Poeta. Portugalujo. Exiliado’, que se publicará en las próximas semanas.