Una final europea, aunque corresponda al segundo torneo de clubes en importancia, posee la entidad suficiente para considerarse un acontecimiento deportivo de máximo rango. Tal es el tratamiento que se le ha dispensado y que ha merecido a partir de la movilización humana que conlleva. Dicen que reunió a más de cincuenta mil seguidores desplazados desde Inglaterra, recibidos con un despliegue organizativo que convirtió a Bilbao en un escenario absolutamente entregado a sus exigencias y apetencias, con los diferentes organismos e instituciones implicadas trabajando al unísono a fin de que todo discurriese de la manera más armónica posible.
El balance se hará más adelante, cuando todas esas personas hayan regresado a su lugar de procedencia. No obstante, aparte de demostrarse hasta qué punto una ciudad puede asumir semejante distorsión en su vida cotidiana sin que, en apariencia al menos, constituya un problema, se deberá reconocer que, desde la perspectiva estrictamente futbolística, el evento resultó paupérrimo.
Estábamos advertidos porque al contrario de lo que suele ser normal habiendo un título por medio, los equipos finalistas arrastraban una fama pésima. Por si hubiese alguna duda al respecto, ambos se encargaron de confirmar la previsión más lógica a partir de las trayectorias que han descrito durante toda la temporada, así como en años anteriores. Puede que en los últimos minutos hubiese un espacio para la emoción y la incertidumbre, sí, pero la calidad del juego desde el mismo inicio, la producción ofensiva en las dos áreas y la predisposición de los contendientes, siempre actuando en función del marcador, resultaron muy decepcionantes.
Ganó, por la mínima claro, el Tottenham, y se dirá que no sorprende porque en las tres veces que se habían enfrentado este año ya lo había hecho. Pero si se desciende al detalle, la impresión es peor aún: en realidad se impuso sin rematar ni una sola vez a portería, pues el gol que la UEFA se emperró en adjudicar a Johnson lo marcó un defensa del Manchester, en cuyo cuerpo rebotó el defectuoso remate del citado delantero. Habrá que alegrarse así todo de que el marcador se moviese en una primera mitad donde la inoperancia de los protagonistas clamó al cielo. Un gol sin un mísero intento de marcar por parte de los unos y los otros se ha de tomar como un premio, una compensación a la infinita paciencia de los espectadores. En especial, aquellos que no se identificaban ni con las camisetas blancas ni con las camisetas rojas.
Entre estos, los aficionados neutrales para entendernos, quienes sienten debilidad por las camisetas rojiblancas, en cambio, más que aburrirse con lo que sucedía sobre la hierba, estarían lamentando que el Athletic no estuviese en el campo. Ya lo hicieron en su momento, dos semanas atrás, cuando cayó en las semifinales, pero anoche, viendo el desempeño, el nivel y la actitud de los chicos de Amorim y Postecoglou, fue como para tirarse de los pelos.
Mejor hubiese sido irse a la cama o poner una película, porque asistir a tanta vulgaridad concentrada en los noventa minutos de una cita cumbre que estuvo al alcance de la mano, solo servía para remover las tripas. Para enfadarse elucubrando en torno a las opciones que un buen conjunto, uno que ha acreditado a lo largo de nueve meses fiabilidad, seriedad y ambición, hubiese tenido de derrotar a cualquiera de los dos pésimos representantes de la Premier, en teoría la mejor liga del continente.
Ni siquiera consuela que la copa fuese a parar a las vitrinas del Tottenham, hubiese dado lo mismo lo contrario, pues en definitiva lo que importa es que ninguno dio la talla, sus propuestas fueron impropias de equipos que pelean por la gloria. Nunca fueron a por el partido, salvo el perdedor cuando se vio rezagado en el marcador, mientras el que resultó ganador se limitó a levantar un muro en torno a su área, sin rubor alguno y hasta la conclusión. Lo único que consiguieron fue quitarle todo el encanto a la Europa League.