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CRISTIANO Ronaldo tenía una cuenta pendiente con el Barcelona. Un equipo al que no le ha hecho un gol en su brillante carrera deportiva. Cristiano Ronaldo pensaba en su interior que tenía una deuda con el Bernabéu y con su presidente, Florentino Pérez, a los que debía demostrar que él solo vale por todo un equipo. Aunque el rival que visite el coliseo blanco sea el Barcelona, el mejor equipo del mundo. Y aunque en sus filas esté Messi, el hombre que aspira a convertir el póquer de ases -Di Stéfano, Pelé, Cruyff y Maradona- en repóquer.
Y Cristiano Ronaldo cayó prisionero de sus propias ansiedades. Como si no acabara de entender que él solo no fabrica victorias. Que su egolatría es más una rémora que un acicate. Que su afán de protagonismo resta potencial a un equipo que había marcado en todos los partidos que había disputado en casa, donde contaba sus comparecencias por triunfos.
Enfrente, Messi encaraba su papel. Lo más alejado de las estrellas rutilantes. Sin llamar la atención. Dejando en el recuerdo los cuatro goles que marcó el pasado martes al Arsenal. Como si quisiera pasar de soslayo por el campo. Como si no quisiera asumir responsabilidades. Como si la pelea no fuera con él.
Ahí radica la grandeza del argentino. Sabe que él es un engranaje más en el esquema de Pep Guardiola. Una pieza que debe encajar en el puzle diseñado en la pizarra por el técnico azulgrana. Ahorra esfuerzos y derrocha juego.
Mientras Cristiano Ronaldo se consumía en acciones imposibles, Messi apenas aparecía en el juego. Pero cuando lo hizo fue para definir de manera magistral un servicio de Xavi. Y ahí comenzó a poner punto final a un partido en el que al argentino le bastó una acción para volver del revés a todo el Real Madrid. Una sola acción que definió dos estados de ánimo: el de la convencida superioridad de un Barcelona que sabe a qué juega y sabe que está en el momento crucial de la temporada frente a la ansiedad de un Real Madrid que tiene que sacudirse todos los fantasmas que siguen planeando sobre un equipo construido a base de talonario para ganarlo todo y que, posiblemente, finalice la temporada con las manos vacías.
El Madrid se desquició, perdió los papeles y comenzó a perder su fe. Ahí se resquebrajó y Xavi se dio cuenta de ello. El Barça tomó el control del partido y ya no lo perdió. No importó que los blancos se volcaran sobre Valdés, porque el guardameta catalán también juega, y frenó las numerosas, pero inocentes, intentonas blancas. Hasta que surgió Pedro para acallar al coliseo madridista con su gol habitual.
Messi continuó agazapado. Sólo apareció para lucimiento de un Iker Casillas que mostró ayer el rostro de la decepción. La misma que sacude desde ya a toda la familia madridista. La que creyó que Cristiano obraría el milagro de dar la vuelta al orden establecido. La que vio como ayer el portugués se rendía a la evidencia. Él y su equipo están un paso por detrás de Messi y del Barça. Un Cristiano a los pies del Messías.