La judicialización de la política española está causando un deterioro de la imagen de uno de los poderes centrales del Estado democrático, el Judicial, sometido a un escrutinio del que no todos sus profesionales están sabiendo salir airosos. La necesaria estabilidad del ejercicio de la Justicia choca con una constante instrumentalización de sus procedimientos con interés político. Demasiadas veces los convierten en un mero vehículo de pugna ante la opinión pública en el que se pierden las debidas garantías del proceso judicial al habilitar juicios paralelos y estar inermes ante filtraciones interesadas –sumarios, documentos, vídeos de declaraciones– que construyen estados de opinión y atentan contra la misión encomendada a los jueces de asegurar la pureza del procedimiento. No cuentan los profesionales de la Justicia con aliados en la política para proteger su función y acaban siendo alineados ideológicamente por el imaginario colectivo. Pero tampoco ayuda a preservar del daño reputacional al colectivo la actuación de algunos de sus miembros. El celo profesional, el debido rigor en el desempeño de sus funciones es característica fundamental del poder judicial. En pleno debate sobre el modo de elegir sus órganos de gobierno, con una creciente sensibilidad en favor de su autorregulación con el objetivo de liberarlo de la dependencia del poder político, es lícito demandar una exquisita observancia de principios de convivencia que emanan de la sociedad. Paradigmático de este extremo está resultando el papel del juez que instruye el caso contra Iñigo Errejón por supuesta agresión sexual. El interrogatorio a la denunciante ha sido expuesto públicamente y ha dejado de manifiesto que entre la voluntad incisiva en el esclarecimiento de la verdad y una actitud agresiva, inquisitorial e incluso descalificadora debe existir un límite infranqueable. Es lícito preocuparse por el efecto que el trato dado a la denunciante puede tener en otras mujeres en similar situación. Los derechos del acusado no justifican el juicio a la víctima. La autoridad de la que está investido el juez no debe cuestionarse, pero degenera a simple potestad abusiva si se ejerce con prepotencia, se intimida o se falta al respeto de las personas. El prestigio del Poder Judicial va en beneficio de todos y es preciso rescatarlo de determinadas impunidades.