AY científicos que, además de saber, saben escribir. El geógrafo Jared Diamond, nacido en Boston hace 82 años, es uno de ellos. Lo demostró hace más de 20 años en Armas, gérmenes y acero, un clásico de la divulgación que trata de explicar, entre otras muchas cuestiones, el modo en que la geografía ha condicionado nuestra vida. Repitió éxito con Colapso y hace solo unos meses publicó Crisis, donde expone el modo en que las diferentes sociedades han reaccionado ante momentos de enorme incertidumbre como el actual. Conviene leerle. La semana pasada advertía en un artículo firmado a medias con el virólogo Nathan Wolfe de la necesidad de prepararse para el siguiente virus. Porque este, recordaba, no será el último.

Diamond y Wolfe apuntan a China y a sus mercados de animales salvajes vivos, en este caso el de Wuhan, como el origen más que probable del covid-19 que se cobrará la vida de decenas de miles de personas en todo el mundo. Como sucedió con el SARS, todo indica que el actual virus saltó a los humanos desde otras especies y que no será suficiente con el cierre de estos mercados destinados a la alimentación, ya decretado por el Gobierno chino. El uso de animales salvajes, explican los científicos, sigue estando permitido en la medicina tradicional china, tan extendida allí “como el queso o el vino” en Francia o España. O se hace algo al respecto o dentro de unos años, cuando ya exista vacuna y el coronavirus de 2020 sea solo un triste recuerdo, volveremos a enfrentarnos a una pandemia similar.

Siguiendo su razonamiento, el covid-19 sería por tanto, como se empeña en repetir Donald Trump con su habitual deje racista, “un virus chino”. No se trata de una denominación casual. Ambas potencias se disputan hoy la hegemonía, y la respuesta al coronavirus es solo un episodio más en la pelea. En esta batalla, el país asiático dispone de su propia narrativa y no faltan ya las teorías de la conspiración que apuntan a la CIA como la creadora del virus. Así, si la crisis de 2007 estalló en un rascacielos de la séptima avenida, en la sede de Lehman Brothers, a decenas de metros del suelo rocoso de Manhattan, esta se habría larvado en Virginia, en los sótanos de la agencia de inteligencia.

Acostumbrada a verse a sí misma no ya como un país o un estado, sino como una civilización, China ocupa hoy el centro de todos los mapas. E irradia no solo mercancías, decenas de millones de mascarillas o test fallidos entre otros productos, sino también personas. Por motivos empresariales, por turismo, por una tradición migratoria que les ha llevado desde hace más de un siglo a todos los rincones del planeta. Y, aunque hace décadas que abandonó el negocio de la conversión (¿alguien se acuerda hoy de las guerrillas maoístas?), también parece exportar de manera indirecta ideas, como muestra la admiración que ha generado su enérgica respuesta al virus. Una mezcla de autoritarismo y disciplina colectiva que llegó, eso sí, después de semanas de mentiras oficiales e intentos de ocultar lo que estaba sucediendo.

China puede considerarse la ganadora indiscutible de una globalización que quizá se bata en retirada en las próximas décadas y hoy ejerce de forma indirecta y a veces sutil una influencia inquietante que no es nueva, sino una de las fuerzas que propulsan el siglo XXI. En La luz que se apaga, Ivan Krastev y Stephen Holmes resumen así el modo en que el auge de China nos sitúa ante un espejo incómodo: “Sin ensayar ni fingir una renovación política de estilo occidental, China está teniendo éxito a la hora de aventajar a Occidente en muchos aspectos” y “pese a no mostrar ninguna inclinación por enseñar a otros países cómo deben vivir, enseña al mundo los copiosos beneficios de rechazar las normas e instituciones occidentales”.

Menos globalización

Más cercanía

Apenas cien metros separan, en la misma calle donde vivo, la frutería, la carnicería, la pescadería y un pequeño supermercado perteneciente a una cooperativa de distribución. Me gusta pensar en ellos como el ejemplo concentrado, uno de tantos en Nafarroa, de un comercio próximo, familiar, responsable. Quizá más caro que un Mercadona, sí, pero con una oferta diferenciada, de calidad e imprescindible. Sus propietarios y trabajadores atienden ahora con mascarilla, con medidas de distanciamiento casi artesanas, con el miedo lógico que nos acompaña a todos desde hace semanas. Ninguno de los cuatro locales ha dejado de trabajar estos días, alguno incluso reparte encargos a domicilio a mediodía. “Sobre todo a mujeres mayores, porque casi todas las que nos llaman son viudas”, explica el frutero, que vende además verdura de producción propia, de una huerta ubicada en la misma localidad.

Si algo debería salir reforzado de esta crisis es el concepto de sociedad frente al del individuo. Conscientes de nuestra vulnerabilidad, somos mejores si nos ayudamos. Encaja en ello el comercio más próximo. E incluso, ahora que vivimos alejados los unos de los otros, todo el concepto de cercanía. Los supermercados de barrio se encuentran abarrotados, mientras que sus servicios de venta on line colapsaban. Aquellas cadenas que han conseguido mantenerlos reparten con ocho días de retraso, desbordadas por el número de peticiones. Muchas han priorizado a las personas mayores, a las familias monoparentales, a quienes tienen problemas de movilidad. Simplemente no son capaces de atender a tantas personas en tan poco tiempo. Las empresas de reparto como Glovo y Deliveroo, hijas de la tecnología y del optimismo, prácticamente se han esfumado cuando una epidemia parece devolvernos al pasado. Han cerrado la mayor parte de los restaurantes con los que trabajaban y, además, no parecen preparadas para atender con seguridad en las actuales condiciones. Sus repartidores, falsos autónomos a ojos de cada vez más jueces y de la Seguridad Social, no disponen de mascarillas ni de otros equipos de protección para ir de puerta en puerta en mitad de una epidemia invisible.

¿Qué sucederá cuando esto termine? ¿Seguirá ganando cuota la compra on line? ¿Seguiremos arrinconando a los establecimientos más pequeños por miedo a estar cerca de otras personas, a contagiarnos? Son las dudas y las paradojas de un mundo donde siguen levantándose murallas. No solo Estados Unidos y China mantienen su batalla comercial. La Unión Europea, que no deja pasar la oportunidad de perder una nueva oportunidad, ha visto cómo el espacio Schengen de libre circulación de personas saltaba por los aires. Hasta 13 países, entre ellos España, han recuperado el control de sus fronteras.

Las cadenas de valor globales, con fábricas que se abastecen de proveedores ubicados a miles de kilómetros de distancia, se han roto en muchos casos. La automoción afronta el peor año de su historia. Mientras, el sector agroalimentario, cuyos productos crecen a solo unos kilómetros de donde se procesan, trabaja a todo gas y da empleo a unas 25.000 personas solo en Nafarroa. 14.000 de ellas, máximo histórico, los hacen en sus fábricas, que viven semanas de locura ante la fiebre del acaparamiento. El resto se encarga del campo, un símbolo de libertad cuando no se puede salir de casa, y una garantía de supervivencia para la mayor parte el territorio. Lo explicaba a su manera Pablo Lizarrondo, agricultor de Legarda, afanado estos días en recoger espárragos en sus ocho hectáreas de terreno: “Hace unos días estábamos en Pamplona manifestándonos por los precios y hoy estamos desinfectando los pueblos con los tractores”. Un amigo me resumía de otro modo a través de WhatsApp ese regreso a lo cercano, al kilómetro cero, una corriente de fondo que ya era visible antes de la epidemia y que quizá emerja con mayor fuerza cuando la superemos: “Ni se te ocurra -me dijo- abandonar la huerta”.

¿Una nueva precariedad?

Irrumpe el teletrabajo

De repente, hemos descubierto que el teletrabajo era posible. Que basta un ordenador, una conexión wifi y la buena voluntad de todas las partes para hacerlo realidad. Y allí donde la fibra óptica se encuentra más extendida -España es el tercer país europeo en conexiones de fibra óptica y el 4G llega hoy al 99% de la población- todavía resulta más sencillo. Pese a ello, y según los datos de la Encuesta de Población Activa, apenas el 5% de los asalariados tenían acceso hasta el momento a esta fórmula, que de repente ha multiplicado su implantación, si bien en la mayor parte de los casos lo hace a costa del trabajador. De momento es él quien paga la línea, el ordenador, la silla ergonómica y la tarifa de datos de su teléfono móvil. Se ahorra, eso sí, los tiempos de desplazamiento al lugar de trabajo, que en las grandes ciudades fácilmente pueden superar las seis o siete horas a la semana.

¿Qué le falta por tanto para convertirse en autónomo? Abonarse las cuotas y las cotizaciones a la Seguridad Social. Diferentes economistas ya advierten de que algunos de los puestos de trabajo asalariados que van a desaparecer durante esta primavera de virus y ERTE no regresarán en verano y en otoño. Que muchas pequeñas y medianas empresas no van a ser capaces de resistir semanas y semanas sin ingresar un euro y que terminarán engullidas por otras más grandes y sólidas, que recurrirán a trabajadores autónomos cada vez en mayor medida. Una precariedad posvirus y posmoderna.

De momento, quienes van a acusar en mayor medida el golpe serán los eslabones más frágiles del mercado laboral. La continuidad de más de 40.000 trabajadores temporales en Nafarroa depende hoy de que el parón económico no se alargue y la recuperación se parezca a una V y no a una U o a una L. Antonio Garamendi, presidente de CEOE, ya advertía el viernes de que, una vez regrese una cierta normalidad, las empresas tardarán semanas en volver a contratar a estas personas. Muchas son muy jóvenes. Otras, por edad, por falta de cualificación o por pura mala suerte, ya sufrieron la larga crisis de empleo que se vivió entre 2008 y 2013, y apenas comenzaban ahora a disfrutar de unos ingresos estables. Proyectos de vida quién sabe si truncados.

Deuda para recuperarse

Debate fiscal pendiente

Cuando esto termine habrá que hablar de impuestos. Y no solo porque la campaña del IRPF está al caer, aún no se sabe bajo qué formato o durante cuánto tiempo, sino porque para salir de esta crisis vamos a necesitar dinero, mucho dinero, muchos cientos de miles de millones de euros que habrá que pedir prestados. Para avalar a empresas, para pagar material sanitario, financiar prestaciones por desempleo, ayudas sociales, planes de reconstrucción económica.

Unai Sordo, secretario general de CC.OO., ha hecho de la fiscalidad uno de los ejes de su discurso desde que dirige el sindicato. Esta misma semana volvía a ello a través de su cuenta de Twitter, aprovechando las noticias acerca de las aportaciones privadas para combatir el coronavirus. “Bienvenidas las donaciones en momentos de emergencia. Pero es mejor que sean anuales, regladas por ley según renta, beneficios y patrimonio de cada cual. Sirven para tener servicios públicos bien dotados. Se llaman impuestos: los que tantos querían bajar de manera generalizada”, escribía el 25 de marzo.

Acompañaba su reflexión con un gráfico, correspondiente a 2018, y en el que muestra la insuficiencia recaudatoria del sistema tributario español. Recaudamos apenas el 35,2% de nuestro PIB, un porcentaje que resulta incluso inferior en el caso de Nafarroa, y que queda muy lejos de la media de la Zona Euro (41,5%), de Bélgica (47%) o de Francia (48%). Alemania y Holanda, que se niegan a mutualizar riesgos y emitir deuda europea con su aval, recaudan el 41% y el 39,5% de su PIB. Es posible poner más números a este diferencial: igualar la media comunitaria permitiría a Nafarroa disponer de unos 1.400 millones de euros adicionales todos los años. Casi una tercera parte de su presupuesto anual o el equivalente a todas las nóminas que paga el Gobierno de Nafarroa. La reacción de algunos países del norte de Europa es egoísta, pero quizá en el sur no hemos hecho todo lo necesario para vivir menos endeudados. Y no es cuestión de subir los impuestos, no al menos los tipos nominales, sino de construir un sistema tributario eficaz, que elimine los beneficios fiscales que agujerean el Impuesto de Sociedades, que impiden que el IVA aporte lo mismo que en otros países europeos. Por supuesto, será el momento de perseguir de una vez el fraude y de hacerlo con decisión, engordando las plantillas de las administraciones tributarias, entre las menos dotadas de recursos humanos y materiales de toda Europa.

Porque de esta crisis, siendo optimistas, puede que surja al menos un consenso duradero: la sanidad pública es vital, necesita personal y medios, sus profesionales merecen una retribución acorde a su cualificación y al riesgo que corren. Es necesario que los hospitales, que las residencias de ancianos, los investigadores que buscan una vacuna reciban la financiación suficiente, asegurada a ser posible por ley. Sacrificar la investigación en tiempos de crisis se traduce en años de retroceso. Los Gobiernos, el central, los autonómicos, el foral, deben disponer no ya de los protocolos de actuación que 2020 nos va a enseñar con dolor y muerte, sino del stock suficiente de materiales y recursos que necesitaremos cuando la siguiente epidemia, incubada en un mercado remoto o mucho más cerca de nuestra propia casa, vuelva a amenazar el modo de vida que hasta hace apenas tres semanas creíamos asegurado.