bilbao - En la Costa da Morte, una postal salvaje que se asoma por el balcón de un acantilado a la inmensidad azul del Atlántico, que une la montaña con el mar a través de una cascada tan bella como escarpada, un tomavistas ideal de abrupta naturaleza, una palada de tierra cayó sobre Contador, que se quedó sin palabras, sepultado. Enmudeció el madrileño. Sin eco. Grito de silencio en la cumbre. Otra vez retratado su perfil menos fotogénico en una Vuelta que corre sin consuelo. El madrileño pretendía resucitar sobre la azotea de Ézaro, esa roca corta, dura y punzante que lanza puñetazos de hierro para tumbar a los ciclistas. Los manda a la lona, reducidos a un amasijo de piel y huesos, abrumados los organismos, en el puro límite, por el desplome de una cuesta imposible. Contador se estrelló contra ese muro. Ícaro, se le fundieron las alas y perdió medio minuto frente a Froome, Quintana, Valverde y Chaves en una empalizada que exigía pies de gato en una pared de hormigón. Contador tuvo aleteó para dejar el nido y unirse a la cordada del Movistar, un cohete pilotado por Rubén Fernández, pero se quedó sin aire un fotograma después. Un nudo en las piernas. De madera. Pata de palo. No hubo asalto pirata del valiente Contador. Solo un parche en el ojo y otra profunda cicatriz para sus opciones. El madrileño observa por el telescopio al resto de favoritos, encadenados en Ézaro, que le aventajan en 1:20 cuando solo se han cubierto tres episodios de la carrera.
Al igual que el Tour, la Vuelta la ha tomado con Contador, que parece no contar salvo desplome generalizado de sus rivales. Nada hacia presagiar, empero, el desbordamiento del madrileño, que atento, se subió a la grupa de Chaves y los Movistar cuando cargaron de dinamita la maravillosa terraza de Ézaro. Rubén Fernández agarró el liderato y pensó que ganó la etapa, -hasta celebró el triunfo equivocadamente (luego dijo que le pudo la emoción de la conquista del maillot rojo)-, que se embolsilló Geniez. Rubén Fernández, desatado, un caballo sin doma, endemonió el ritmo en una subida de piolet y crampones. Prendida la mecha, con el día en el microondas, por encima de los 30 grados, el paraje se convirtió en un páramo de ceniza. Suelo gris, rostros pálidos y los corazones púrpuras, al borde del colapso. Froome, que cada seis pedaladas charla con el potenciómetro, perdió el hilo ante la sacudida de Rubén Fernández -vencedor en 2013 el Tour del Porvenir-, abrigado por Quintana, Valverde y Esteban Chaves. Contador se alistó a ese pasaje como polizón. El trío del Movistar, Chaves y Contador cortaron la comunicación con el británico. Froome es más sabio que antaño y no entró en pánico. Se radiografió en el potenciómetro y esperó para retomar el hilo y poner en marcha la tejedora.
La cuesta del diablo, lugar para pertiguistas y saltadores de altura, hizo presa en Contador. Le mordió y lo mandó al fondo, a lo más profundo. El sputnik de Rubén Fernández también desenmascaró a Valverde, que pidió una tregua. Doblados de dolor, Chaves y Quintana agradecieron la pausa de Fernández, incandescente. Por detrás, Froome encoló la grieta del primer estirón y se recompuso. Renovado, el británico adaptó el paso al rascacielos de piedra y se despidió de Contador, que goteaba sudor frío junto a Samuel Sánchez. Igor Antón, fantástico, hizo palanca y se situó en el retrovisor de Froome. El líder del Sky, emperador del Tour, puso en funcionamiento la centrifugadora y devoró los metros que le separaban de los chicos del Movistar y Chaves, que no tenían la pujanza que habían adquirido en el kilómetro final, que medía, al menos, una vida. Con rampas que raspaban porcentajes del 30% no había lugar para las marchas triunfales, si acaso para los pasos fúnebres. Geniez, superviviente de la fuga, corría encorvado, torcido, achatado por el peso de una ascensión para penitentes, pero era el primero.
la cruda realidad A Contador, varios peldaños por debajo, se le escurría la Vuelta sin romanticismo ni poesía. La realidad, incluso en el ciclismo, con toda esa carga de héroes y épica que lo sitúa en la leyenda y la memoria colectiva, es más prosaica. No es por ti, es por mí. Una fría despedida. Contador, en una pasarela que siempre ha amado, la de las cuestas altivas, un punto engreídas, cedió indefenso frente a un relieve exagerado y unos rivales con más pólvora en la canana. Dislocado en el contrarreloj por equipos, cuando se le interpeló en solitario, sin un árbol en el que camuflarse, al madrileño se le vieron las costuras. Apretó los dientes, pero no sostenían el cuchillo. Mordía con fuerza para sufrir, agarrarse a la carrera e intentar sobrevivir. A Miguel Ángel López, el capitán del Astana, le fue peor. Superman López se cayó antes de enfilar el Mirador de Ézaro y se dañó. El colombiano sufre un traumatismo facial, contusión en el labio superior y erosiones en la rodilla izquierda. Kryptonita. Se enganchó en la barriga del pelotón y cayó. La Vuelta, su jarrón Ming, rodó por los suelos y se hizo añicos. Rota en mil pedazos.
El madrileño se quebró por menos sitios, pero su restauración está comprometida en lo anímico y en lo competitivo. A la Vuelta le queda un mundo, apenas se han escrito tres etapas y hoy aguarda otro final en alto, pero Contador se encaminó al diván en la Costa de la Morte con la cruz a cuestas. No hay paz para él. El madrileño dijo por la mañana que la evaluación llegaría en Ézaro. El examen evidenció la insuficiencia de Contador ante sus opositores, con más reprís y equipo. Valverde, Froome, Chaves y Quintana se hicieron una foto de familia en la cumbre. Kruijswijk, al igual que Contador, no pudo estar en la pose, que cerró el plano sobre Rubén Fernández, el nuevo líder, y Alexandre Geniez, ganador agonístico en el tormentoso puerto de Ézaro, un coloso en llamas, un mirador infernal. En él se fundió Contador.