Fue una noticia increíble: una sorpresa muy dura. Nos quedamos todos petrificados. Muchos de los que seguíamos muy de cerca las vivencias de los dos hermanos, creíamos que eso era algo que no podía pasar nunca. Evidentemente, no era el primer caso cercano de muerto en accidente en la alta montaña, pero éste era uno de esos casos excepcionales que no debía pasar. Los Iñurra habían sido siempre un modelo de seguridad, de hacer bien las cosas difíciles, de dominar ambientes extremos, de andar sobrados por el Himalaya? dentro de unas reglas de exquisita prudencia.

Y, de repente, nos dicen que Félix ha muerto. Que se le ha roto una cuerda rapelando del G II. Era un absurdo. Una injusticia. No tenía sentido. Era una pérdida inmensa. Ellos representaban lo mejor de nuestro alpinismo: imaginación, espíritu de aventura, responsabilidad, facultades, preparación y, además, compañerismo, solidaridad? y modestia.

Muchos lloramos en el funeral en Aretxabaleta aquella tarde de finales de julio de 2000. Era una pena íntima. Pero nos queda para siempre la sonrisa de Félix, aquel bertsolari frustrado. Y el ejemplo silencioso de sus padres Genaro y Rosario. Y el testigo que sigue llevando Alberto, en primera fila del alpinismo mundial.