Ramón Barea es un actor de raza, un corredor de fondo que ha basado su carrera en el amor a su oficio. Por eso, transmite la misma verdad en las tablas del teatro, en la gran pantalla o en un anuncio de lotería de Navidad.

Después de más de 40 años de carrera como actor, todavía sigue sobre los escenarios. ¿Se le hace imposible concebir su vida fuera de la actuación?

—Sí, totalmente (ríe). Cuando se habla de la jubilación se piensa en ello como un momento en el que vivir tranquilo y hacer ese tipo de cosas que uno no podía hacer mientras estaba trabajando. En mi caso, creo que es tan magnífico poder estar trabajando como actor, con sus luces y sus sombras, como cualquier oficio, que no lo cambiaría por nada. Ahora mismo, lo peor que me podría pasar es que me dijeran que no puedo seguir trabajando o que por algún problema físico se me hiciera muy complicado. Poder trabajar en algo que me gusta me hace vivir en un estado de felicidad.

¿Qué ocurrió para que decidiera pasar de la mecanografía a dedicarse a la interpretación?

A los veinticinco años decidí dejar lo que mi madre llamaba trabajo para toda la vida y me metí en la actuación para sorpresa familiar. En los años setenta, no había ninguna escuela de teatro en el País Vasco y a nivel estatal eran muy pocas. Se pensaba que el oficio de actor solo correspondía a aquellos que se encontraban en Madrid o en Barcelona. Al no haber cadenas de televisión ni plataformas como ahora, decir que querías dedicarte a la interpretación y actuar en la calle o en un frontón era muy poco atractivo para cualquier familia sensata. Pero el tiempo y la cabezonería hicieron que esa visión fuera cambiando, además el teatro adquirió protagonismo en fiestas populares y en la cultura. Diría que me siento un pionero de aquella época en la que hicimos que el teatro fuera posible y necesario.

¿Qué acogida ha tenido por parte del público ‘El viaje a ninguna parte’ en Pabellón 6?

Magnífica, es una producción que nació durante la pandemia. Recuerdo que los últimos días de ensayo, cuando nos quitábamos las mascarillas, nos daba la risa ver los personajes al completo a pesar de que habíamos trabajado juntos muchas veces. Sin embargo, después de varias giras el proyecto se dejó archivado y este verano se nos ocurrió proponer al Teatro Arriaga retomar la obra en el Pabellón 6 y para alegría nuestra, ahí estamos. Es un espectáculo muy entrañable que ha funcionado muy bien y con el que el público se ha reído mucho. Además, la cercanía entre escenario y espectador hace posible que actuar en Pabellón 6 juegue mucho a nuestro favor. Vemos las caras y las emociones de un público absolutamente abducido por la historia.

Llegó a trabajar con Fernando Fernán Gómez, autor de la novela y de la película. ¿Cómo ha sido actuar y dirigir al mismo tiempo la obra?

Me había prometido no volver a hacerlo nunca más y, la verdad, es que no he cumplido mi palabra porque he vuelto a picar y dirigiré la siguiente producción de La lucha por la vida, de Pío Baroja. La ventaja que tengo es que los actores con los que trabajo son gente que reconozco y con la que he crecido incluso en el terreno profesional. No somos compañía como tal, pero como si lo fuéramos.

La obra también pone de manifiesto la parte más cruda de la profesión en un momento en el que no estaba muy bien vista…

Sigue pasando de alguna forma. Los cómicos ambulantes pensaban que el teatro itinerante ya no funcionaba porque cada vez había más teatros en las capitales. Siempre había una modernidad capaz de amenazar al teatro. Sin embargo, hay una identificación con un espectador que pone a prueba su capacidad para adaptarse. Un programador de software a los dos años está perdido porque le han cambiado los programas con los que trabaja. Esa angustia es un vértigo universal y es ahí donde se encuentra el encanto metafórico de El viaje a ninguna parte.

Al igual que en esta obra usted también formó parte de una compañía de teatro en sus comienzos. ¿Cómo fue aquella época de los Cómicos de la Legua?

Apasionante. Los años setenta fueron una época muy efervescente con mucha tensión social y política que marcó una forma de hacer teatro. Una forma que no nace de querer triunfar inmediatamente al salir de una escuela. Por aquel entonces crear una red de lugares de actuación era como construir una utopía en un desierto. Es la época en la que luchamos para que se dieran mejores condiciones y que se tejiera un mayor apoyo.

Interpreta a un hombre, el primer actor de la compañía, con un carácter entrañable y apasionado con su trabajo. ¿Se siente identificado con el personaje?

Mucho. En la obra hay una parte irónica en la que ves las condiciones tan precarias en las que trabajan los personajes que te acaba produciendo una suerte de risa. En ese sentido, veo a un hombre que reconozco. En realidad, todos los personajes que aparecen son como arquetipos y actitudes ante la vida desde los que van a lo seguro hasta aquellos que se inventan méritos que no tienen. Fernán Gómez no fue cómico de la Legua ni actor itinerante. Sin embargo, tiene una mirada muy cariñosa y tierna sobre el oficio y utiliza esa metáfora para su historia.

En la obra también está presente Itziar Lazkano como primera actriz. Con ella estuviste también en los Cómicos de la Legua. ¿Se vuelve a cerrar de alguna forma el círculo?

Se cierran muchos círculos porque en la obra aparecen actores como Mikel Losada y personal de montaje que han sido discípulos nuestros. Todo me da la sensación de hacerme partícipe de los méritos de las personas que formamos parte de ello. Además, te das cuenta de que la calidad de la oferta teatral ha mejorado mucho. Prueba de ello son las funciones teatrales en autobús que se han llevado a cabo en Aste Nagusia que eran un regalo a los espectadores.

Ambientada en los años 50, con la difícil competencia del teatro con el cine, ‘El viaje a ninguna parte’ habla del final de una era. ¿Cree que eso ha sido así?

El teatro vivirá siempre, es una de las conclusiones que sacan los personajes de la obra. En cualquier caso, lo único que cambian son las formas de hacerlo. Ahora los cómicos no vamos subidos a un carro o en un tren de tercera clase, viajamos en avión o en AVE para hacer las giras. Pero la sensación de inseguridad y de incertidumbre es algo inherente a nuestro oficio.

En relación a esa oposición entre el teatro y el cine, ¿dónde se ubica usted?

Prefiero actuar antes que producir, pero donde más cómodo me siento es en el teatro. El cine y la televisión son muy artificiales porque se trabaja en desorden y no ves la totalidad hasta que se proyecta la película en una pantalla. El teatro es más natural y orgánico, empiezas con un texto que todos leen y hablan sobre ello y vas creciendo día a día hasta llegar al estreno. Pero las giras son muy fatigosas, estás mucho tiempo fuera de casa y alejado de tu familia, por eso el teatro requiere un amor profundo y continuado.

Frente a tantos recién llegados que ansían la fama y la popularidad, hay otros que transmiten amor por la profesión y por un trabajo bien hecho. Usted está claramente dentro de los segundos…

Los tiempos han cambiado, ahora todo va deprisa y es más urgente. Mucha gente viene a la escuela y pregunta cuánto tiempo lleva aprender el oficio de actor como quien se interesa por hacer un cursillo de informática. La respuesta es la misma: toda una vida. Es un oficio que nunca se acaba de aprender. Cualquiera que presenta su primer cortometraje se anuncia como director de cine. Yo, que vengo de un aprendizaje más lento y largo, siempre he hablado en plural porque me daba vergüenza no hacerlo. En la era de WhatsApp y los mensajes rápidos, la gente ansía carreras individuales y rápidas.

¿Cómo hacen desde Pabellón 6 para inculcar la pasión por una profesión tan tradicional como el teatro?

A los que quieren entrar en el oficio les viene ya de fábrica. A veces esa pasión nace como una forma de canalizar una patología o de simplemente expresarse. Desde organizar historias, pintarlas, escribirlas o interpretarlas, se trata de jugar con lo más humano, interior y emocional. Es cierto que las tecnologías marcan un ritmo, una velocidad y un futuro pero siempre se acaba regresando al vivo y al directo.

El actor al fin y al cabo es un artesano de la palabra. ¿No cree que la dicción es un aspecto cada vez más mejorable dentro de la interpretación?

Sí, se nota esa tendencia que hay ahora al naturalismo mal entendido en la interpretación tanto en cine como en televisión. A veces yo no entiendo lo que quieren decir algunos actores, es como si se hubiera pedido el valor y el amor a la palabra. Quizás este retroceso sonoro hacia lo ininteligible nos lleva a comunicarnos como los primeros homínidos (ríe). El lenguaje es una creación maravillosa y la verdad es que lo estamos perdiendo porque cada vez todo es más sintético y parece que empiezan a sobrar las palabras.

¿Qué proyectos tiene previstos de cara al otoño?

Retomaremos los ensayos de La lucha por la vida, de Pío Baroja, porque a partir de noviembre empezamos con la gira que pasará por teatros del País vasco y todo el Estado. De momento hasta junio del año que viene me va a tener absorbido el teatro. Y en cuanto a cine, estoy trabajando en una producción de un director gallego y otra de una directora extremeña. En ambos casos son dos óperas primas y dos proyectos con los que estoy muy ilusionado. Afortunadamente, tengo plan de aquí a la temporada que viene.