Joaquín Achúcarro lleva más de 60 años interpretando a Brahms. "He pasado más horas con sus sonatas que él mismo probablemente", reconoce el músico bilbaino de fama mundial, que volverá a interpretar la obra del alemán hoy en un concierto en el Auditorio Nacional, siempre sin bajar la guardia.
"Cuando hay una actividad musculada a tempo fijo debe haber entrenamiento, como un jugador de fútbol; hay que estar en forma, porque nunca se sabe con los imponderables", avisa este veterano incansable de 88 años, para quien la partitura es como una autopista ya transitada: "Puedes conocer sus paradas, pero no si en una curva te puede salir un camión".
Premio Nacional de Música y académico de Honor de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Achúcarro (Bilbao, 1932) interrumpe su ensayo diario -suele practicar entre cuatro y seis horas- para atender a Efe con motivo del 26 Ciclo de Grandes Intérpretes de la Fundación Scherzo, que él inaugurará este martes en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional.
Precavido, parafrasea a uno de sus ídolos, el ruso Serguéi Rajmáninov, quien dijo "que somos esclavos de la acústica". "Y eso puede definir cómo tocamos, no es lo mismo hacerlo en el Auditorio que en el Carneggie Hall, igual que influye la reacción del público o incluso la hora del concierto", puntualiza. El que ofrecerá en Madrid comenzará a las 19,30 horas y estará protagonizado por dos piezas de Johannes Brahms (1833-1897) concebidas en dos momentos extremos de su existencia vital y creativa.
Por un lado, se escuchará la Sonata nº3 del op. 5, que refleja el pensamiento de un joven compositor de tan solo 20 años, devoto de Robert Schumann y "enamorado platónicamente" de la mujer de este, Clara, también pianista y compositora.
"Es una sonata monstruosa, enorme, genial. En esa época quería igualar a Beethoven y si podía hacerlo más difícil, mejor", apunta Achúcarro, que ve en algunas de sus obras "un desafío al ejecutante". "Tengo la sospecha de que cuando compuso esta sonata, pensó: Voy a hacer algo que no pueda tocar Liszt", señala con sorna.
Frente a ese sentimiento enérgico y jovial, el bilbaino contrasta el recogimiento y madurez de la segunda parte del concierto, tras cinco Intermezzi, con la Rapsodia nº2, op. 79, cuando ya sabía que sufría una enfermedad mortal "y escribía piezas pequeñas, pero de una gran profundidad, con mucha emoción contenida".