Hotel California.Cantautores de vaqueros cocainómanos en Laurel Canyonlibro de Barney Hoskyns

Contextualicemos. El sonido Laurel Canyon se forjó a mediados de los 60 cuando una generación de músicos dio la espalda a Nueva York y se asentó en el cañón homónimo, en las colinas de Los Ángeles, cerca de la urbe pero en plena naturaleza. Un espacio “sinónimo de libertad y Shangri-La para melenudos”, según Hoskyns, y “paraíso de frikis” para Frank Zappa. Allí, en aquellas montañas que acogían a comunistas, se fue asentando una comunidad de jóvenes jipis, libertinos y talentosos que pasaron de la inocencia acústica al desenfreno farlopero en los 70.

Todo empezó con The Byrds, cuando se electrificaron -como Dylan- y poco menos que crearon el folk-rock. Por allí andaban también The Mamas & The Papas, icono jipi en la época con el himno California dreaming, así como Buffalo Springfield, otro supergrupo, como The Byrds, que compusieron For what it’s worth, “la primera canción pop protesta”, según Hoskins. Los miembros de ambos, de Stephen Stills a Neil Young, Richie Furay, David Crosby, Hillman, McGuinn o Gene Clark, pusieron los cimientos del movimiento posterior y crearon clásicos entre peleas marcadas por el ego, la pasta y las drogas.

La música de Laurel Canyon acabó bifurcándose en dos ramas: la de los cantautores sensibles, liderados por la canadiense Joni Mitchell, que marcó el inicio de “la era del cañón”, y la de los rockeros vaqueros que se bañaban desnudos en las piscinas de las mansiones y que tuvieron en Eagles a su leyenda millonaria. Mitchell, voz de soprano e ínfulas jazzísticas, lideró “una época de introspección, de música sensible, dulce y elegante”. Y de su mano comieron el taciturno James Taylor y un Jackson Browne a quien tardó en llegar el éxito y que nunca renunció a sus sueños jipis de equidad y ecologismo. Y lo cuenta todo sobre ellos, sus discos y sus correrías sexuales -las de Mitchell dan para una serie de varias temporadas-, intentando acotar una década inabarcable de creatividad y locura.

También de los jipis vaqueros, desde los maravillosos y ególatras Crosby, Stills y Nash, con el añadido de Neil Young, quien “siempre quiso ser un artista en solitario”, pasando por Linda Ronstadt, los Poco de Fury, Judy Collins, el malogrado y angelical Gram Parsons y francotiradores como Randy Newman, J. D. Souther, Tom Waits, Laury Nyro, Ry Cooder o Little Feat, la mayoría amamantados por el escenario del Troubadour, local sito en la Cienega Boulevard y epicentro del movimiento y casi casi residencia diaria de los músicos. “Se podía oler el semen desde la calle”, escribe Hoskyns.

Vuelo y aterrizaje forzoso

Del sexo, alcohol y drogas podía ofrecer un máster Eagles, el grupo que, liderado por Glen Frey y Don Henley, se convirtió en icono de Lauren Canyon, aunque ninguno fuera de L. A. Su conversión de jóvenes colegas vaqueros en “el mayor grupo de rock de Estados Unidos” a mediados de los 70, aupado inicialmente con el apoyo de Jackson Browne, mostró al mundo la decadencia del movimiento. “Ellos crearon el sonido del sur de California”, escribe Hoskyns. “Lo queríamos todo: respeto, números 1 y mucho dinero”, reconoce Frey.

El libro, repleto de información y análisis sobre discos y cientos de músicos, además de anécdotas repletas de sexo, peleas y drogas, se enriquece también con la visión empresarial del negocio al dar cancha a mánagers, agencias y discográficas. Al joven y sin escrúpulos David Geffen, que fundó Asylum y acabó creando Geffen Records, le pinta como “la bestia negra de esta historia”, pero junto a él aparecen gerifaltes como Mo Ostin, Joe Smith, Elliot Roberts, el A&R Lenny Waronker… Todos con sus luces y sombras, de sus colegueos iniciales a las traiciones postreras.

Los dólares a espuertas, las traiciones amistosas y profesionales, los robos de parejas sexuales, los egos y varias muertes a causa de las drogas condujeron a la decadencia del movimiento a mediados de los 70. Llegó el fin de la inocencia para unos antiguos jipis que se escondían en mansiones millonarias y que conformaban “un parque jurásico de vejestorios paseándose en sus limusinas tintadas” intentando sacar más pasta a discográficas ya convertidas en empresas sin alma.

Ry Cooder recuerda que “aquella época fue única” y el listísimo Neil Young le dice a Hoskyns que “me limité a destruir lo que se sea que me había pasado y construir algo nuevo”. El canadiense, inconformista como pocos, se negó a vender su alma por éxito y riqueza. Los cañones se llenaron de yupis y ricos bohemios, y aquella generación fue barrida por el AOR de Boston y Journey, el rock de Springsteen, el punk y el pop sofisticado de los renovados Fleetwood Mac. Hotel California, de Eagles, puso banda sonora a la decadencia de esa vida de excesos… y discos inolvidables.