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La sabiduría, desde la humildad

Conocí a J.A.Z. cuando él tenía 40 años y yo 22. Él era un experimentado profesional del periodismo y yo un meritorio ansioso por escribir y firmar grandes noticias. Nos tocó compartir la máquina de escribir o el ordenador en la mesa de Cultura y Espectáculos de la redacción del DEIA. Pese a algunos roces iniciales, nos hicimos amigos. Esta amistad me dio la oportunidad de descubrir la gran capacidad intelectual que atesoraba Antxon y que incrementaba día a día sin aparente dificultad. Sin lugar a dudas, era una autoridad incuestionable en conocimientos musicales, eso todo el mundo lo sabía. Pero, además, era un virtuoso intérprete del piano, aunque lo reservara para su intimidad, y todos los días tocaba en casa para, según decía, mantener afinado el instrumento. Elena, su mujer, también era pianista y me confesó que desde que le escuchó a Antxon al piano nunca más se atrevió a tocar delante de él.

Pero sus conocimientos abarcaban todos los ámbitos de la creación artística: la pintura, el cine, la literatura? Leía a los clásicos en latín y griego. Su manejo con los idiomas le permitía estar al tanto de publicaciones en inglés, alemán o francés. Y era un defensor a ultranza del euskera bizkaino.

Su dominio de la historia o de la geografía convertían un viaje con él en una narración asombrosa sobre lo que aquel paraje le evocaba. Cualquier pueblo o ciudad había sido escenario de un acontecimiento histórico relevante, o contaba con un gran escritor, músico o artista nacido allí, o tenía alguna peculiaridad que lo hacía diferente a la localidad anterior.

Antxon era un pozo de sabiduría, un gran hombre ilustrado que jamás hizo ostentación de su sapiencia. Al contrario, se mostraba siempre reservado y solo con los amigos dejaba entrever su conocimiento, pero sin petulancia ni altanería. Cuando hablaba de cualquier cosa, te hacía ver que hablaba tu mismo idioma, que lo que refería era algo que tú ya sabías. Compartía su saber con una generosidad increíble. Esto quedó patente en los innumerables escritos que la gente le pedía para notas a programas, prólogos, presentaciones y hasta discursos para algún político, que siempre, más tarde o temprano, realizaba respondiendo a la petición.

Gracias a él aprendí mucho y no aprendí más por mi torpeza y falta de intelecto. Pero, además, me permitió conocer a un montón de gente interesante que por el hecho de ser amigo de Antxon te aceptaba como su amigo, sin reservas. Y descubrí la admiración que esa gente sentía por él, no solo por su saber sino por la gran humanidad que desprendía este ondarrés errante.

Cruel destino que en sus últimos años le privó de su verbo fácil y memoria prodigiosa.