Mientras pueda, estoy muy vivo”. Con su habitual ironía lúcida respondía Nestor Basterretxea a las preguntas sobre la vejez y los previsiones de futuro (la jubilación nunca figuró entre sus planes). Su elixir de vida era su pasión, el arte, la creación pura y libre de cualquier atadura. “Mientras continúe creando, seguiré siendo joven”, era otra de sus respuestas recurrentes a las frases del tipo “A sus 82, 84, 87... años, sigue imparable. De hecho, en más de una ocasión aseguró que esa veteranía, esto es, la temerosa “vecindad de los 90”, le aportó una de las etapas más creativas de su vida. La creatividad era, pues, su fuerza motriz, propulsada por una curiosidad insaciable. “Me interesa todo”.
Describía su vida como “una película”, una aventura que, según aseveraba en una entrevista concedida a este diario en 2002, estaba escribiéndola. En cada obra, en cada reflexión. Basterretxea era, además, un revolucionario. “Me estoy arruinando pero soy feliz -confesaba en la citada entrevista-; esto, poder decir soy feliz es lo más revolucionario que existe”.
Feliz, vital... aunque, eso sí, tenía algún que otro quebradero de cabeza con la elocuencia: “Mi problema no es contar lo que tengo que contar, sino callarme lo que me tengo que callar”, sentenció.
El artista de Bermeo desafiaba continuamente a su persona -“crear nuevas formas de expresión es como una apuesta contigo mismo”-; y de su fuente de inspiración manaba en abundancia la insatisfacción: “Lo importante es sentirse insatisfecho contigo mismo. Tengo la habilidad de tocar muchos puntos contradictorios, como ocurre en la vida, y eso me permite seguir evolucionando”. Mas él defendía una evolución visceral: “Hay que evolucionar, pero no por sistema, sino por sentimiento y capacidad”, puntualizó.
Con todo, reconocía que, llegada a cierta edad y cumplidas algunas metas -entre ellas consiguió resarcirse del agravio de los murales de Aran-tzazu-, parecía “lógico” dejar de crear, “pero no agradable”, apostilló. De modo que “ahí” siguió él, hasta el final, inmerso en la abstracción, “una etapa artística difícil”, admitió.
Creador incansable, comentaba en sus últimas entrevistas que apenas dormía cinco horas al día. Quizá por la acechante muerte -“está al llegar, la única fuerza que tengo para vencerla es trabajar”-, o tal vez porque los horarios estipulados nunca fueron con él. “A mí me altera eso de trabajar las horas clásicas”, afirmó.
OTEIZA(S) De su gran amigo Oteiza reconocía que era un genio y que, pese a su compleja personalidad, “en el fondo, siempre tenía razón”. Oteiza no era uno solo sino varios, describía Basterretxea, “el de la mañana, tremendamente crítico; el de la tarde, encantador e iluminado; el de la noche... Espléndido y tacaño, espiritual y grosero, “el mejor amigo y el más traicionero”. A su juicio, Oteiza era también un poeta, “porque inventaba mucho”. En cambio, Eduardo Chillida no salía tan bien parado: “era capaz de hacer cualquier cosa para aparecer por encima de los demás”, reprobó.
Basterretxea quiso ser arquitecto, pero le pilló la Guerra Civil y con ella llegaron “los tristes años del exilio”, por partida doble; primero en Iparralde, después en Argentina. Pese aquella dura experiencia, supo encontrar el lado bueno: “Los grandes movimientos artísticos nacen durante la dictadura, cuando hay dolor y cárcel”.
Por voluntad propia o forzado por las circunstancias, el escultor viajó mucho, pero siempre se sintió “muy bermeano, vizcaino, vasco y nacionalista”. Su pueblo natal le rejuvenecía, mientras que renegaba de las imposiciones urbanas (“la ciudad te lo impone todo, los ruidos, la gente...). Al mismo tiempo, defendía “ser de la tribu propia” para después “abrirse al mundo” e integrarse en la dinámica del mismo.
Confesó que no hablaba euskera y que eso le producía “dolor de tripas”. Cuando preguntó a Oteiza y Mitxelena acerca de cuáles eran “las imágenes del euskera”, éstos respondieron que carecía de ellas. Así es como creó la serie Cosmogonía vasca. Para él, la memoria era inherente al ser humano, porque, de lo contrario, “no somos nada”. El sentido común era su bandera -“con una carga de sensatez se eliminaría la mayoría de los problemas que tenemos”-; y también lanzó algún que otro aforismo político: “Los antiguos fascistas son los actuales demócratas”. Si bien mostraba abiertamente sus ideas políticas -“lo vasco es muy fuerte en mi conciencia, en mi arte”-, confesaba carecer de “intuición política”. Lo suyo era crear, y antes que político, que negaba serIo, Basterretxea se autodefinía como un idealista. Incansable.