UCHO tiempo después, Kabilha bint al-Ahmar halló el papiro. Escrito en un latín extraño con caracteres apresurados dormía cuidadosamente archivado entre los miles de documentos que formaban parte de la biblioteca de la casa del Ya’far. Kabilha soltó el nudo del cordón, muy seco ya, y acarició el rollo áspero, que mantenía su forma. Olía a hoja de palmera muerta, aceite rancio, moho y dátiles olvidados. Lo extendió cuidadosamente con sus manos cubiertas de filigranas de henna. Agradeció las tardes que había dedicado a aprender parsi, griego y también la lengua de los monjes. Leyó mientras el patio emanaba perfume a azahar y el agua cantaba en los surtidores.

“Entraron a sangre y fuego. Salvajes, despiadados, herejes. Y se apoderaron de nuestra tierra y nuestra libertad. Maldigo el día en que los llamamos. Fuimos nosotros mismos quienes los quisimos como aliados en una guerra fratricida tan olvidada como todas las guerras fratricidas. ¿En qué rincón del territorio no duele el corazón al recordarlas? Por eso matamos la memoria. Por eso se repiten.

Esta fue aún peor. En ninguna casa en la que los hermanos se disputen una gran herencia abren la puerta a un vecino codicioso. Nuestros antepasados, pobres infelices, lo hicieron. Pusieron una alfombra de nudos de seda a una manada de chacales. Quizá porque lo necesitaban con desesperación. Quizá porque desconocían la naturaleza de aquellos nómadas.

Según relatan códices venerables, todavía ocultos y polvorientos, el día pactado se reunieron por miles en la bahía del otro lado. Justo en el lugar en el que el Mare Nostrum desagua en el piélago infinito tras besar las Torres de Hércules. Nadie se dio cuenta en esta ribera del Estrecho que sus hierros crepitaban como las alas de las langostas cuando se disponen a arrasar los sembrados. Y, lo mismo que las langostas, atravesaron las olas dispuestos a tomar el mayor botín posible en el menor tiempo. Frenéticos. Después saltarían a otro país. Cualquiera. Se sabían buenos jinetes, se moverían rápido. Un golpe aquí. Otro allá. Escaramuzas. En caso de derrota, ya les iluminaría su profeta impío, ese que niega a la naturaleza eterna de Jesucristo. Pronto anunciaron, con obras, que renunciaban a cumplir su palabra de desempeñarse como simples auxiliares. No les saciaba lo pactado. Lo querían todo. Y ya era tarde para detenerlos.

Desde ese mismo día soñamos con el inicio de la Reconquista. Venga del este o del norte. Fabulamos con ejércitos bendecidos por el Papa que asoman, cualquier amanecer, sobre las colinas. Pero nuestras fabulaciones alcanzan poco más que el silencio, un susurro apagado. El menor asomo de resistencia es castigado con una crueldad que renueva ecos de los sátrapas persas. Nobles desollados, jóvenes con los miembros partidos en el tocón del verdugo, lenguas y orejas primero cortadas y luego clavadas a la puerta de las aldeas. Hogueras. El invasor fue inclemente con nuestros antepasados. Lo sigue siendo con nosotros. Nos confiscan la plata y el grano. Nos imponen su falsa fe. Se saben los dueños de esta tierra. Aún.

A las pocas semanas del primer desembarco, cuando afianzaron su posición, mandaron las naves de nuevo a las playas desde las que partieron. Allí aguardaban las mujeres, los ancianos, los niños, el ganado y sus escasas pertenencias. Se extendieron como una plaga. Ocuparon las ciudades que no ofrecieron resistencia y las saquearon. Cuando se topaban con las puertas cerradas bajo una muralla, plantaban un cerco y se aprestaban al asedio; entonces enrolaban al tiempo, el sol y el miedo entre sus tropas. De tal modo cayeron lugares sagrados y perecieron santos. El Todopoderoso no lo perdonará.

Cabalgaron veloces en busca de nuevas riquezas. Acostumbrados a transitar por páramos desolados, los caminos empedrados en medio de inmensos olivares o de trigales dorados que alcanzan el horizonte, eran un paraíso para ellos. Aunque en su último viaje solo habían atravesado el Estrecho, en realidad provenían de lugares remotos donde ni siquiera habían alcanzado a soñar que los cascos de sus monturas hendieran un mundo tan fértil.

Pronto sometieron cualquier resistencia. Y se dieron cuenta de que era mejor establecerse como señores de nuestra tierra que perpetuar su hábito de errar espada en mano. Los códices de los antiguos cuentan que se adjudicaron para sí los palacios y las casas grandes de los barrios altos de las ciudades. Lo mismo sucedió con las villas rodeadas por los regadíos más feraces y con las fortalezas que controlaban los estuarios. Para el resto quedaron el trabajo y los impuestos. Ya en esa primera época, nuestros abuelos ansiaban una reconquista como quien ansía la lluvia durante un incendio.

Pero, sordo a las oraciones, el cielo permaneció claro para los invasores. Escapaban a su control escasos reductos aislados en montañas recónditas. Cada asomo de rebelión fue sofocado sin atisbo de clemencia. Hubo pueblos arrasados hasta los cimientos de los que ni siquiera resta la memoria del nombre.

Se sabían inferiores en número. Por eso optaron por no mezclarse con nosotros. Prohibieron los matrimonios mixtos. Decretaron que el uso de armas era privativo de su estirpe. Nadie que profesara una religión distinta a la suya podía acceder a los puestos altos del gobierno de las poblaciones. Consagraron los templos a su fe y mandaron construir otros nuevos. Ser cristiano acarreaba consecuencias. Predicar el credo de Roma, una locura.

Los más viejos de entre nosotros dicen que esta tiranía dura ya casi un siglo. Cien años de vasallaje sin acuerdos. Miles de jornadas de campos segados, minas entibadas, acequias saneadas, tierras sembradas, olivares vareados. Todo para los poseedores del hierro. Maldigo el día en que convocamos a esta ralea. Maldigo la mañana en la que pusieron el pie en las playas de este lado de las Torres de Hércules.

Ahora sospechan que los rumores del inicio de la Reconquista corren por las calles y las tiendas. Temen las noticias que vienen de una costa lejana y que vuelan de boca en boca en los lavaderos, las fuentes, los hornos de pan y los alfares. Les asustan las palabras que saltan con los juegos de los niños y los rebaños de los pastores. Y aprietan el puño. Aparecen en las plazas con sus cotas de malla, las dagas al cinto y la cabeza cubierta con el tocado de batalla. Redoblan las guardias. Refuerzan las murallas. Apresan inocentes. Amenazan con tomar los escudos y cargar de nuevo contra la más indefensa aldea.

Para darse valor, celebran banquetes. Ebrios, sus bardos cantan las hazañas del pasado. Como el día en el que un río helado, que llaman Rin, permitió a sus antepasados penetrar al galope en la Galia. O la batalla en la Tarraconense en la que desbarataron dos legiones y lograron un botín imprevisto. Creen que sus largas espadas, sus hachas de guerra y sus espesas barbas rubias siguen causándonos pavor. Y no se dan cuenta de que, durante todo este tiempo, nos han robado hasta el miedo. Esos ojos azules, tan claros que parecen de escarcha, ya no nos provocan piel de gallina.

La lluvia se acerca. Las primeras gotas traen noticias sobre un ejército mandado por Belisario que se aproxima desde el este. Los vándalos, herejes arrianos que han dominado la Mauritania Tingitana, sienten que su reino peligra. Reúnen sus tropas. Pronto Belisario les hará lamentar el día en el que se embarcaron en la bahía de Gades para tomar esta parte de África y rendir Septem, Hipona o Cartago. También ellos maldecirán ese amanecer.

La Reconquista va a empezar. Quedará en los códices.

Kabilha bint al-Ah?mar levantó la vista. Levantó su mano izquierda del papiro, que tornó a enrollarse con un quejido como el que emiten los ancianos cuando se sientan. Contempló el revoloteo de las alondras sobre el estanque. Y comprendió por qué sus antecesores llamaron a aquellas vegas “la tierra de los vándalos”, Al-Uandalus.

Escuchó al primer ministro, el Ya’far, que atravesaba Medina Azahara rumbo al palacio del califa de Córdoba, Alhakén.

A lo mejor siempre fue tarde. A menudo, el Todopoderoso dispone los asuntos de los hombres de modo que resulta imposible el albedrío.

“Salvajes, despiadados, herejes. Se apoderaron de nuestra tierra y nuestra libertad. Maldigo el día en que los llamamos”

“No les saciaba lo pactado. Lo querían todo. Y ya era tarde para detenerlos. Desde ese mismo día soñamos con el inicio de la Reconquista”

“A lo mejor siempre fue tarde. A menudo, el Todopoderoso dispone los asuntos de los hombres de modo que resulta imposible el albedrío”