No hay respiro en el Tour, solo vértigo que todo lo coloniza, a modo de una marabunta. Las pulsiones, los instintos y las pasiones se desataron la camisa de fuerza en la cartografía de los Pirineos, calurosos, sofocantes y duros. La competición, cada vez más extrema, metió a los ciclistas en un tubo de succión, esprintando como enajenados, enfilados por la velocidad, alborotados todos.

La aproximación a las montañas, a los decorados que se pintan con técnica impresionista y que se narran con épica, era una carrera tumultuosa, de urgencias. Estalló el Tour, convertido en una carrera de MotoGp. Nadie más rápido que Tadej Pogacar, herido la víspera en una caída, resplandeciente amarillo un días después.

Renacido y victorioso en Hautacam, donde puso a enfriar el champán que le espera en París, vestido con el arcoíris, como Hinault en 1981. El esloveno destrozó la carrera con una exhibición descomunal. Nada nuevo. Arrancó de cuajo la emoción del Tour, convertido en una pasarela para el esloveno, aplastante su dominio.

Nada afecta al esloveno mágico, el campeón que no transpira, que es un cohete en Hautacam, un descenso para él. Inalcanzable, el arcoíris ondeando su poder omnívoro para festejar su 20ª victoria en el Tour. Señaló al cielo. El dedo de Dios.

Dedicó la victoria a Samuele Privitera, fallecido en el Giro de Aosta tras una fatal caída. “Creo que esta etapa puede ser buena para Samuele y para toda su familia. Pensé en él en el último kilómetro y en lo duro que puede ser este deporte”, expuso tras mostrar su corona de laurel.

Dominio absoluto

Otra postal para su colección, que suma 102 retratos vencedores. El Caníbal de este tiempo. Inasible de febrero a octubre, superlativo en julio. El esloveno, que se mide así mismo, su único patrón, reventó a Jonas Vingegaard, que padeció horrores, y se embolsó el Tour, moribundo en el primer asalto por un tremendo K.O.

Pogacar, en solitario en su ascensión a Hautacam. Efe

El esloveno era el juego de piernas de Muhammad Ali y el aguijonazo de un peso pesado que cae a plomo sobre la historia del ciclismo, que de tan acelerado no sabe si va camino del cielo o del infierno.

Pogacar es la mariposa de bellos colores con garras de rapaz. Los buitres sobrevolaban el Tour, repleto de cadáveres en Hautacam, un camposanto salvo para Pogacar, de blanco inmaculado, el novio de la Grande Boucle, celebrado por Emmanuel Macron, el presidente de Francia, que fue al encuentro del emperador para presentar sus respetos. Genuflexo ante el rey que acaricia París.

Monarca Pogacar, una estirpe en sí mismo desde que reventara el sentido común en 2020, en la estrafalaria cronoescalada de La Planche des Belles Filles. La dinastía de lo increíble perdura. Vingegaard se intercaló en dos Tours. La excepción a la regla Pocacar, el ciclista de otro mundo. Del futuro. Un monstruo indomable. El increíble Hulk.

Enterró el esloveno a Vingegaard con toneladas de tierra. Arena que es tiempo. Pogacar alcanzó risueño la cumbre con 2:10 sobre Vingegaard tras otra exhibición metahumana.

Es inexplicable el esloveno, líder con 3:31 sobre el danés en la general con solo un día de montaña en el zurrón. Lipowitz fue tercero, a 2:23 del maravilloso hombre bala. Remco Evenepoel, apalizado, se dejó 3:35.

Es tercero en el cómputo global el belga, a 4:45 de Pogacar. Invencible el esloveno, un ciclista infatigable, mejorado por Javier Sola, su preparador. Una creación de videojuego vengando su memoria de 2022, cuando Vingegaard relató su final. En Hautacam, no pereció solo el danés. Murió el Tour, asesinado por el esloveno, el ángel exterminador.

Jonas Vingegaard persigue en la distancia a Pogacar. Efe

Una etapa vertiginosa

El Tour era un vehículo de emergencias vociferando prisa, abriéndose paso a bocados en las vías secundarias que daban a parar a las grandes avenidas de las alturas, los pasajes hacia la gloria y las miserias.

Una fuga de 50 dorsales vertebró el arranque abrumador, fogoso, en un una día preso del calor de siempre, encadenado al fuego, opresor. No había consuelo en los Pirineos, la hoguera de las vanidades. Un pira que ardía y quemaba cada centímetro de piel. Un crematorio.

Tour de Francia


Decimosegunda etapa

1. Tadej Pogacar (UAE) 4h21:19

2. Jonas Vingegaard (Visma) a 2:10

3. Florian Lipowitz (Red Bull) a 2:23

4. Tobias Johannessen (Uno-X) a 3:00

5. Oscar Onley (Picnic) m.t.

6. Kévin Vauquelin (Arkéa) a 3:33

7. Remco Evenepoel (Soudal) a 3:35

8. Felix Gall (Dectahlon) a 4:02

47. Ion Izagirre (Cofidis) a 28:48

114. Alex Aranburu (Cofidis) a 39:03


General

1. Tadej Pogacar (UAE) 45h22:51 

2. Jonas Vingegaard (Visma) a 3:31

3. Remco Evenepoel (Soudal) a 4:45

4. Florian Lipowitz (Red Bull) a 5:34

5. Kévin Vauquelin (Arkéa) a 5:40

6. Oscar Onley (Picnic) a 6:05

7. Primoz Roglic (Red Bull) a 7:30

8. Tobias Johannessen (Uno-X) a 7:44

76. Alex Aranburu (Cofidis) a 1h32:42

83. Ion Izagirre (Cofidis) a 1h37:16

En el Soulor, el Visma avivó la marcha para sofocar a Pogacar y los suyos. El esloveno, que pasó una mala noche, sin sueño reparador, mostraba el semblante de siempre.

Vingegaard, sin gesto, bamboleaba los hombros a su lado. Juego de máscaras en las alturas del Tour, que era una mesa de autopsias.

Se fueron deshilachando los dorsales, rostros que contaban penas con la boca abierta, el cuerpo retorcido y los maillots desabrochados, a dos aguas. Evenepoel era un libro abierto, un manual de tortura.

Derruido por dentro, vacío, sin eco, deshabitado, ahogado por el paso marcial del Visma, dispuesto a esparcir cenizas. El belga, aplastado por la motaña, retratado al sol picante. Sin consuelo en el Soulor y penitente en Hautacam.

Healy pierde el amarillo

Ben Healy palideció entre las majestuosas cumbres que evidencian la fugacidad y la insignificancia del ser humano. El bravo irlandés se secaba al sol sin remedio a pesar del mimo del agua que le vertía Harry Sweeny para sofocarle. La mano amiga en la agonía. Onley padecía del mismo modo.

En medio del Soulor, el grupo de favoritos estaba en las raspas, con el costillar al aire, apenas una quincena de supervivientes y Jorgenson, alfil de Vingegaard, pidiendo clemencia.

Pogacar recibe la felicitación de Macron. Efe

Reclamaba oxígeno. Bruno Armirail, sobresaliente, era la bandera de libertad que le restaba a la fuga, que los Pirineos aniquilaban por inercia. El Col des Bordères se personó de inmediato tras el descenso.

Kuss, reservado en la primera parte del Tour, aleteaba. A su espalda se posaba Vingegaard, que contaba con Simon Yates para guiar la ascensión. Roglic y Lipowitz se sostenían. Jorgenson perdió el hilo.

No había rastro de Carlos Rodríguez, que fue un habitante de la escapada y después del olvido. Colgado en la percha del pasado Bordères, se reconfiguró la carrera en las puertas de Hautacam, donde esperaba el crepúsculo de los dioses.

Asalto definitivo

Hautacam es un recuerdo con el manto ceniciento, con Miguel Indurain y Luc Leblanc hombreando como espectros en la niebla en 1994 en una jornada de casi siete horas sobre la bici.

Dos años después, la misma cima se cinceló en el imaginario colectivo con Bjarne Riis, el hombre que derribó todos los muros cargado de EPO, pedaleando hacia la cumbre en plato grande febril, desaforado, bestial.

Al danés le apodaron Mr. 60%. Ese era el porcentaje de hematocrito en la sangre espesa, viscosa y viciada que le potenció en el Tour de 1996 y que celebró en París. Años más tarde confesó que se dopó desde todos los puntos cardinales. Riis, aspecto de percherón, pulverizó el reinado de Indurain. Fue la caída del emperador.

Riis invocaba al Milagro de San Genaro, que se produce cuando la sangre del santo se licua antes los fieles en Nápoles tres veces al año. Es un milagro a plazos, que tiene las fechas reservadas. Italia es una fantasía que el sur multiplica.

La sangre, que normalmente se encuentra en estado sólido, recupera vida en un proceso que los fieles consideran un milagro.

La sangre de Riis en aquel Tour era otro milagro. En el palmarés perdura el amarillo del danés y su récord imposible en Hautacam: 34:40.

Tim Wellens, otro caballo de tiro, entró en tromba y despachó de una coz al Visma, que había llevado las riendas de la etapa con una aceleración. Vingegaard estaba en precario equilibrio. Aislado. A solas con sus enemigos. Era el anuncio del cañonazo de Pogacar.

Narváez, que esprintó como un velocista de los 100 metros, hizo las labores de maestro de ceremonias y Pogacar apretó el botón del turbo. Atacó sentado, con esa facilidad pasmosa, porque atacar sentado es el nuevo relato.

El esloveno es una criatura mitológica. Un ser de otro planeta. Despachó al danés en dos zancadas y ascendió sin piedad. Demoledor, solo el récord de Riis quedó en pie por 28 segundos. Pogacar mata el Tour.