EVANTARON la persiana cuando las calles estaban vacías y los vecinos asimilaban con cierto miedo la avalancha de contagios y fallecidos. También les invadió la inquietud ante lo desconocido, pero su trabajo era esencial para abastecer de servicios básicos. En la farmacia Fernández Orcajada se percataron de que algo grave se avecinaba "cuando un ciudadano chino vino a abastecerse de mascarillas", recuerda la farmacéutica Elena Fernández. Supusieron que había recurrido a un pueblo pequeño ante la escasez que empezaba a asomar en los núcleos más poblados por los envíos a compatriotas mientras persistía el encierro de Wuhan. La situación se repitió en febrero, "al empezar a dispararse la pandemia en Italia, nos llegaron noticias desde Artziniega, donde hay una fábrica de aquel país, de que se estaban comprando muchas mascarillas". El tsunami impactaría con fuerza también en Gordexola: "en la etapa inicial de la cuarentena teníamos una lista de espera de 400 personas para comprar mascarillas y geles y en el pueblo somos alrededor de 1.700". A veces el suministro que recibían no llegaba para todos y había que tirar de orden de inscripción, "pero la gente siempre entendió perfectamente la situación de emergencia". Incluso elaboraron su propio gel desinfectante "que echábamos en botes comprados en una conocida cadena de tiendas de muebles para poder avanzar algo hasta que recibiéramos suministros". Además, acercaron medicamentos a los mayores a domicilio y prepararon pedidos para la Cruz Roja. "No sabemos qué pasará en otoño y en invierno", pero por si acaso "hemos comprado un filtro HEPA de los que se utilizan en quirófanos, que absorbe el 90% de virus y bacterias".

La rutina del confinamiento se le ha hecho "muy complicada" a Juan María Díez, que regenta la carnicería Juantxu desde hace veinte años, porque "ha habido que incrementar las horas de trabajo para atender más pedidos, porque hay gente que antes igual compraba cerca de su lugar de trabajo o sitios de paso y al estar encerrados compra en el pueblo. Aunque el establecimiento abría a las 9.00 horas, "a las 6.00 ya estaba preparando el género". Al principio "se vendieron muchos filetes y carne de guisar. En el tramo final, se demandaba comida un poco más especial para experimentar con otro tipo de menú". También llevaba comida a la residencia, "lo que acarreaba una gran responsabilidad por miedo a meter el virus" y realizaba entregas a domicilio y a gente que estaba confinada.

Las hermanas Aurora e Isasi Castresana han notado en su kiosco "bajada de ventas en periódicos y revistas en papel porque se ha tirado más de Internet y, además, muchas veces no llegaban a la tienda". O pudo haber influido "que la gente estuviera un poco saturada de tanta de tanta sobreexposición informativa". En el supermercado Mi Alcampo la jornada bien podía prolongarse "16 y 17 horas al día", según Izaskun Eguiguren. Desde el lunes anterior a que se decretara el estado de alarma "ya observábamos que venían a la compra con carros grandes". La llamada a la cadena gestora tranquilizó, "porque nos dijeron que no habría problemas en el suministro". En aquellos días sin mascarillas ni guantes "agradecimos a los vecinos que nos facilitaran material".

En el reparto de la panadería Hermanos del Valle "tratábamos de ser muy cuidadosos con las medidas de higiene" en las entregas de la cuarentena, "muchas veces en barrios apartados", indica José Ignacio del Valle, junto con su hermano la tercera generación del negocio familiar que emprendió su abuelo. En otra panadería, Hijos de Lafragua, rememoran cómo "nos pedían harina y levadura además del pan y se vendió más dulce" para los postres que se preparaban en casa. Para ello, se emplearon al máximo "desde la primera persona que entra a trabajar a la una de la madrugada" y extremando las precauciones de "limpiar manillas y botones de las máquinas".