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La familia que mima las castañas

La familia Otero gestiona desde hace décadas los puestos de venta de castañas de Bilbao y en ellos coinciden este año dos generaciones: Francisco y su hijo Jon, de 16 años

La familia que mima las castañasJuan Lazkano

EL invierno adelanta la noche. Tan solo son las seis de la tarde, pero en la Gran Vía ya se mezclan las sombras y el destello de las farolas. Las aceras se convierten en un cauce por el que se cruzan miles de almas, rostros anónimos de cuyas bocas se escapa una nube que delata el frío reinante. En el cruce con Marqués el Puerto hay un punto en el que sube la temperatura. En una pequeña locomotora se refugia Francisco Otero, que reparte conos de papel llenos de castañas, pequeñas píldoras de calor al módico precio de dos euros.

“Estoy en el negocio de las castañas desde que tengo 4 años”, confiesa con orgullo, “y llevo al frente del negocio desde hace veintitrés campañas”. Él representa la segunda generación de un apellido que ha erigido un pequeño imperio con este fruto. “Empecé barriendo los gusanos del almacén”, Francisco escarba en la memoria. “Mi madre tenía un almacén que abastecía a todos los castañeros del País Vasco, Cantabria y Burgos. Luego se fueron jubilando los castañeros y yo me fui quedando con los puestitos. Mis primeros recuerdos son de jugar de pequeño a guerras de castañas”.

A los 21 años él cogió las riendas del negocio y media vida después observa cómo su hijo Jon, de 16 años, se suma a la empresa. Él le abre la puerta, pero advierte que la vida del castañero no es fácil: “Es duro. Se hace cuesta arriba porque es todos los días y hay que estar al pie del cañón. Tú no puedes fallar”. Y la temporada es larga. Los puestos abren de octubre a marzo, “pero empezamos a preparar todo en septiembre y terminamos en abril”.

Francisco Otero confiesa que pasar el invierno en el puesto de castañas es muy sacrificado, y no solo por las condiciones climatológicas: “No se pasa tanto calor como piensa la gente. Pasamos muchas penurias: el calor del fuego, el viento, el frío, la lluvia y la gente que, a pesar de que la mayoría es muy agradable, hay quien para gastarse un euro te empieza que si están buenas o malas, que si son gordas, que si dame una más, que si saldrá algún gusano?”.

Décadas de experiencia, un negocio que pasa de generación en generación... ¿Pero cuál es el secreto para vender unas buenas castañas? Francisco lo sabe. Las castañas que él vende son de Galicia. “Son las mejores”. Explica que “a una castaña la hace buena el tipo de tierra, el clima, la lluvia, la altitud y el cuidado durante el año del souto”. Pero las castañas son solo una de las variables de la ecuación. Para que los clientes queden satisfechos con lo que adquieren en sus puestos hace falta algo más: “El secreto para vender unas castañas ricas es tener un buen producto, un fuego fuerte y muchos años de experiencia. Hay que escoger la castaña bien. Y, por supuesto, utilizamos carbón vegetal de encina”.

Todo eso es lo que trata de inculcar a uno de sus hijos, Jon, que a los 16 años se estrena en el negocio familiar este invierno. “Lo lleva bien”, explica el padre, “ahora empieza a trabajar en un puesto de castañas porque no quiere estudiar. Así que a trabajar. ¡Y ni tan mal que quiera trabajar! Al menos se le ve animado. Está muy emocionado”.

Jon es el último Otero que llega a un puesto de castañas. Lo hace a los 16 años, quizás demasiado tarde si se atiende a la experiencia de su hermano mayor. “Mi mujer rompió aguas del hijo mayor en el puesto de castañas”, relata Francisco, “estábamos en el Arenal asando y allí rompió aguas. Así que hace 18 años casi nace mi hijo en el puesto de castañas”.