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Pilar Diéguez es la matriarca de una familia con cinco generaciones vivas

Pilar Diéguez, de 96 años, es la matriarca de una familia de Sopuerta con cinco generaciones vivas

Pilar Diéguez es la matriarca de una familia con cinco generaciones vivas

PILAR Diéguez tiene 96 años, su hija, Conchi Ulloa, 70; su nieta, Mari Carmen Alonso, 54; su bisnieto, Sergio Tezanos, 34, y su tataranieta, Arianne, unos meses. Con el nacimiento de la pequeña se inaugura la quinta generación de una familia de la que siguen brotando ramas y cuyo tronco principal, la matriarca, se mantiene firme, enraizado en el barrio de El Castaño, en Sopuerta, y bajo su ala protectora. “Juntos casi todos los días” por la proximidad de sus respectivas casas, aprecian la suerte de convivir y aprender unos de otros. “Desde luego, en Sopuerta somos un caso único”, cuenta Conchi.

El don de la longevidad le ha sido concedido a Pilar y los suyos. “Tengo otras dos hermanas vivas: Luz Divina, de 94 años; y Visitación, que va a cumplir 90”. “¡Lo que he trabajado yo!”, recuerda. Nacida en el barrio de El Rayón, más tarde se trasladó a la zona de El Alisal, conocida hoy por los hornos de calcinación de la mina Catalina, erigidos en la década de los cincuenta, que se han convertido en un icono.

La marca de la mina El Alisal fue uno de los núcleos de la extracción del hierro que transformó la localidad a finales del siglo XIX y principios del XX. La prosperidad se tradujo en la llegada de trabajadores desde diferentes lugares del Estado. A este barrio en particular “le llamaban Galicia”, rememora la matriarca. Pilar también visitaba con frecuencia Alén, que llegó a contar con más de 500 habitantes. Cantinas, botiquín de farmacia, cuartel, frontón, panadería o una ermita. Todos esos servicios existían en un lugar actualmente casi desierto que Pilar conoció en pleno apogeo. “Solía levantarme a las cuatro de la madrugada para ir a cortar eucaliptos. Pasé años durmiendo solo dos horas al día, pero aquí estoy... ¡contándolo!”, evoca sentada en el sillón que ocupa en el txoko que acoge las reuniones familiares.

A los 22 años dio a luz a Conchi. La hija de Pilar también creció en contacto con la dura rutina de los mineros casi desde que nació. “Llevaba el bocadillo a mi padre y mi abuelo a la mañana y a la noche. Trabajaban de sol a sol”, relata. Y condicionaría su vida hasta en el ámbito personal. Cuando Conchi Ulloa era adolescente en el barrio de El Castaño “había cinco bares e incluso cine y un tren que cogíamos para volver a casa después de los bailables”. De uno de aquellos convoyes bajó Manuel Alonso, que llegó a Sopuerta precisamente desde Galicia. La leyenda familiar dice que saltó del tren en marcha prendado de Conchi. “En realidad lo hizo al reconocer a un amigo suyo de Galicia que vino a trabajar en la mina”, contrapone ella.

Madres jóvenes El caso es que se enamoraron y dos años más tarde Conchi se quedó embarazada. “Nos casamos un 7 de abril y el 17 de mayo nació mi hija. Yo tenía 16 años”, narra. Las mujeres de la familia tienen algo en común aparte de los lazos de sangre: han sido madres jóvenes. Mari Carmen Alonso alumbró a su hijo, Sergio, a los 19 años. Él se toma con humor haber roto la estadística, ya que Arianne, la benjamina, ha llenado de alegría la casa cuando él tiene 34.

Un abismo separa las circunstancias en las que nació la pequeña de cinco meses que hace las delicias de su tatarabuela y sus antepasadas. Los dos partos de Conchi se desarrollaron en casa. “En el primero me asistió una comadrona y el segundo, a los 21 años, un enfermero. Fui andando a casa de mis padres ya con dolores y el niño nació allí”, describe. Su marido corrió a avisar al practicante al pueblo, pero con los nervios del momento olvidaron el maletín sanitario y se vieron obligados a desandar el camino en moto.

El entorno también ha cambiado. Casi nada se conserva ya de la mina que articuló la economía, cultura y sociedad de Sopuerta. La incertidumbre sobre la suerte de sus seres queridos atenazaba a los vecinos. “Cada dos por tres había un accidente, estábamos horas a 400 metros bajo tierra”, asegura Manuel. No olvida una vez que encontró a un compañero recostado encima de un martillo de perforar en una postura que le pareció muy rara. “Estaba muerto”, explica. El día que él resultó herido en la cabeza decidió que debía buscar otro empleo y lo encontró en la Babcock Wilcox. “Fui de un extremo a otro: de no ver la luz del sol al horno”, detalla mientras sostiene uno de los artilugios que empleaba en la mina con una fecha grabada, la de 1967.

Cartas y sopas de letras “Aunque quizás ahora dispongamos de más medios materiales, pienso que vamos a peor. Antes nos ayudábamos más los unos a los otros”, argumenta Conchi. Lo cual no significa que no conserven amistades. A sus 96 años, Pilar, moderna con pantalón y sandalias, cumple con su cita diaria con sus amigas en el club de jubilados de Sopuerta para jugar “al tute, el mus, la brisca y el solitario”, según precisa ella misma. Su familia se organiza para acercarla. No obstante, “los vecinos siempre se ofrecen a llevarla”, agradece Mari Carmen, su nieta. Tampoco descuida las sopas de letras.

Ver a sus seres queridos a su alrededor le llena de felicidad. En especial, si la pequeña Arianne se sienta en su regazo. Nietos, bisnietos, tataranietos... Con un árbol genealógico tan extenso, ¿cómo se llaman entre ellos? “La decimos abuela”, simplifica Sergio, que regenta una tienda en Balmaseda junto con su mujer, Idoia. “Lo mejor es que nos llevamos estupendamente”, se despide Manuel ante una Pilar que no pierde la sonrisa.