Alcaaaldeeeee, qué vergüenza!" La mujer viene echa una furia, tambaleándose por una evidente cojera pero dispuesta a armar la de San Quintín. Llega a orillas de Iñaki Azkuna y, agarrándole del brazo, le mira a los ojos y repite una y otra vez. "Iñaki, no hay derecho. ¡Hay que ver cómo tienes la ciudad! Yo te voté pero vete olvidándote...". Al tiempo, la mujer levanta una larga falda negra y le muestra su rodilla maltrecha, aún ensangrentada por una caída reciente. "Mira, mira cómo estoy", brama la señora. "Y todo porque me he caido al tropezar en un hueco donde faltaban dos baldosas. No hay derecho". Solo habla ella, puro desahogo. Azkuna ofrece el brazo para que la mujer herida se apoye y con suavidad, le contesta. "¿Dice usted que esas heridas son por culpa de la falta de baldosas...? ¡Denuncie al Ayuntamiento! Yo mismo le ayudo a hacerlo". La mujer, incrédula, le mira con los ojos abiertos. "¿De verdad, Iñaki? Eres el mejor alcalde del mundo. Te votaré hasta que me muera."

Quizás la ceniza del paso del tiempo ensucie un punto la anécdota, pero así acude ahora a mi memoria al recordar a Iñaki Azkuna como un hombre de la calle, un político capaz de rescatar un voto perdido a pie de asfalto.

Nació Iñaki Azkuna, el político, para llevarle la contraria al poeta de de Hernani, Gabriel Celaya, cuando dijo aquello de: "A solas soy alguien. En la calle nadie." Azkuna lo era todo a pie de asfalto, un hombre alérgico a los despachos. En la calle recolectó un sinfín de afectos y otras tantas animadversiones. Era imposible que un hombre de tamaña vehemencia se vaya entre indulgencias plenarias, pero no puede decirse que las calles no han conocido sus huellas.

Bilbao le ha visto del brazo de Sofía Loren o de Gina Lollobrigida y ha escuchado su declaración de guerra al navajero en los duros tiempos de la inseguridad ciudadana. No hay mercado municipal donde no haya comprado, ni teatro que no haya pisado. Siempre cerca del pueblo, lo mismo escuchando los latidos de un feto en la tripa de una embarazada, que leyéndole la cartilla a Calatrava cuando vio que aquel puente, el Zubi Zuri, era el heredero de las pistas de Nogaro, o sentándose al sol junto a un grupo de jubilados. La gente de más edad fue una de sus grandes debilidades.

¿salvar una vida? Hay, hubo, un Azkuna de calle grandilocuente al que delatan la luz y los taquígrafos y otro de calle más cercano, más íntimo. De ese mundo próximo puede rescatarse, supongo, la historia del día en que la ciudad homenajeaba al notario José María Arriola. La ceremonia, celebrada en el Museo Guggenheim, fue alargándose y en un rincón, ¡cataplúm!, un hombre cayó a plomo. Desapareció entonces el alcalde y apareció el médico, el hombre. Azkuna se arremangó y, echándose sobre él, le aplicó los primeros auxilios. ¿Salvó una vida...? Nunca se sabrá, pero hermoso verle en acción. A él, un hombre de pensamiento. Al igual que se le pudo contemplar varias veces, cuando las fuerzas aún le acompañaban, bailar un aurresku a los pies de la Amatxu de Begoña.

Caballos de batalla La pequeña historia del Bibao de todos los días ha conocido a Iñaki Azkuna en el ¡prost! de la feria de la cerveza y en las tabernas. Allá donde Josetxu, el del Kirol, arrodillado casi ante una magnífica merluza frita, escuchó la historia de que Ava Gadner había visitado aquel local, donde bebió Anís del Mono. "¡Qué maravilla de historia!", comentaba, "aunque fuese falsa".

No ocultó jamás su amor por un hombre: Miguel de Unamuno. Lo nombraba a cada discurso público, en cada inauguración. Aún le veo en 2000, con Bilbao engalanado por su 700 aniversario, sofocándose por un calor extremo. ¿Haría este mismo día cuando Don Diego concedió la Carta Puebla? preguntaba en el bar Alisas, una de sus oficinas, al igual que el Monterrey, en la Gran Vía. Bilbao conoció también al Azkuna obrero, el de los cascos que visitaba obras e infraestructuras; al mercader que husmeaba en las cestas de la compra de los vecinos; al científico que no olvidaba a sus correligionarios; al sastre que desenfundaba las tijeras para el corte de cintas... Fue, ya digo, un alcalde del pueblo, aunque también encontrase en la calle voces discrepantes que le acusaron, por ejemplo, de ser un manos duras en el caso de Kukutxa o de no mirar hacia el Bilbao alternativo, no escuchar sus voces.

Fue, también, una voz de látigo para el comercio, al que siempre le pidió un paso al frente. Causaron asombro aquellas palabras suyas, cuando llegó a insinuar que los chinos incluso procreaban en la trastienda. Y advirtió a los comerciantes que debían adecuar sus horarios al ritmo de la ciudad, que no valían los viejos horarios convencionales. Quizás sea esa exigencia la que más controversia levantó. Quería un Bilbao ciudad abierta 16 horas, siete días a la semana. Las ocho restantes debían destinadas al descanso. Y también ahí llovieron palos. "Ha matado la noche de Bilbao", dijeron.

Estas y otras historias le llevaron a un nombramiento muy bilbaino: el Mejor Alcalde del Mundo. Le llovieron parabienes desde la calle. Y entre ellos, ¿se acuerdan?, el de una carta desde Tailandia, escrita por una misionera vizcaina de la congregación Siervas del Sagrado Corazón de Jesús, llena de orgullo al enterarse de la noticia. Ángel o demonio, su paso por las calles de la villa ha dejado huella.