BUCAREST. Una tristeza infinita cubrió el último acto del Athletic en la Liga Europa. Atormentado y desorientado como nunca antes lo estuvo en una competición que hizo suya con actuaciones memorables y en la que enamoró al planeta fútbol, el equipo rojiblanco cedió sin rechistar ante el Atlético de Madrid, para el que nunca tuvo respuesta y al que perdió el rastro desde el prólogo hasta el epílogo. Afligido desde que sonó el himno del torneo, contrariado y vacío, el Athletic deberá esperar otra ocasión para acudir a lo más alto del podio, ocupado anoche por el Atlético, y morder un título. Treinta y cinco años y un torneo inmaculado después de su única aparición en una final continental, el Athletic se quedó sin discurso para poder opositar al laurel y a la historia.

Nada dijo el conjunto bilbaino desde el púlpito que se había ganado con su admirable libro de estilo durante el torneo europeo, donde escribió páginas doradas, incunables del fútbol que jamás caerán en el olvido. El recuerdo siempre persistirá en la memoria colectiva de la hinchada, golpeada nuevamente con crueldad. En Bucarest el Athletic no fue capaz de abrir la tapa de ese extenso catálogo que engordó el argumentario de las ilusiones y las esperanzas para coronarse en la Liga Europa, un anhelo que dura más de un siglo. Aplastado por la materia de la que están hechos los sueños, por su reverso, el de las pesadillas, el equipo de Bielsa, acogotado por el abismo y el vértigo, nunca se conectó a la final.

Memorizado e interiorizado cada signo de puntuación del relato durante partidos sobresalientes, el Athletic alteró su fisionomía en el peor momento posible. En una noche de ópera en Bucarest, el equipo de Bielsa, corroído por los temores, por la lápida de la ansiedad, olvidó el smoking en el perchero. Leal a un estilo inconfundible, fiel a una idea única sobre las circunstancias, dueño de una filosofía irreproducible como club, al Athletic, tan fascinante y pizpireto en su homérica aventura continental le sobrecogió la responsabilidad.

Encaró con la mirada de un represaliado el mayor desafío en tres decenios y lo pagó en el patíbulo. El Athletic nunca estuvo a la altura de la final. Aunque cosido por el background adquirido en un excitante viaje por Europa y alimentado por una hinchada exuberante, el corazón en cada grito, el alma en cada cántico, el equipo de Bielsa, desconocido, sombreado de punta a punta, resbaló de salida empujado por la bota de Falcao, que despedazó el sueño del Athletic, engullido por el leviatán de la final y por la acumulación de errores, donde se destacó Amorebieta, que vivió una pesadilla.

De primeras, Falcao Con el fogonazo de la primera radiografía, al Athletic se le vieron los huesos porque a su cuerpo le faltaba músculo competitivo. Gelatinosa la armadura, las piernas tiritando y el fútbol en estado depresivo, el Atlético, mejor afinado y con más mandíbula, le recibió con un directo al hígado, un electroshock tras amagar Adrián. Falcao, el dinamitero, no sabe de maniobras de distracción. Depredador desde el biberón, su único señuelo es el remate. Desenfundó ante el estatutario de Amorebieta, al que retrató escondiéndole la pelota antes de encajarla en la escuadra de Iraizoz. No había entrado el Athletic en la final y Falcao le había empujado hacia fuera de un zapatazo. No precisa más juego el Atlético que los colmillos del tigre Falcao.

El Athletic camina por la orilla contraria. Su producción depende en gran medida de su volumen de juego, de la capacidad de creación del equipo, irreconocible ante el espejo, un espectro en el pespunte del debate. El gol resituó a los bilbainos que, novicios, habían emprendido el duelo con retraso, sin acudir a la llamada del despertador, que no espera a nadie. Menos en pleitos sin retorno, donde la gestión de las emociones produce una profundísima huella. La del Athletic fue liviana, inexistente, en Bucarest porque nunca dio con los resortes del juego, con su identidad. El Atlético había despejado las dudas con Falcao, un tipo despiadado en el área, mientras que los bilbainos, amnésicos, no sabían aún quiénes eran.

Adquirida la cabeza de carrera, el equipo de Simeone se abrochó el cinturón de seguridad alrededor de Courtois. Sembrado el campo de minas, con Gabi y Mario Suárez sosteniendo la lija, el Atlético, en el mejor escenario imaginado, con Diego como guía y faro, tamborileó los dedos con paciencia a la espera del inclemente Falcao, suficiente para encapsular a un Athletic episódico, entre tinieblas, al que solo enfocó Muniain, uno de los pocos a los que no sobrepasó el oleaje del acontecimiento. El descaro de Muniain era, sin embargo, la nota discordante en la partitura del Athletic, con mucha pelota pero con las luces cortas para cegar a Courtois, al que visitó Llorente en posición forzada y Muniain, que obligó la estirada del albatros belga desde el balcón del área.

tiro en el pie Secuestrada la pelota, el Atlético no la precisa, pero sin capacidad de liberarla en las zonas erógenas del campo, el Athletic se pegó otro tiro en el pie cuando Falcao merodeaba el cierre bilbaino. El impacto alcanzó con saña a Fernando Amorebieta, sujeto pasivo en el primer gol de Falcao, y protagonista absoluto del segundo cuando acudió al barroquismo y la gambeta donde está prohibido para los defensas. Se ovilló el central, pésimo en la toma de decisiones anoche, y Falcao, con las orejas tiesas y el olfato alerta, tiró de la madeja para fusilar a Iraizoz con un movimiento de pívot que también cuestionó a Aurtenetxe. El Athletic, apolillado en la trinchera, poroso en exceso y borroso en el frente de ataque, había empaquetado un par de regalos a los que Falcao colocó un lazo.

Empinadísima la final, un Himalaya para el Athletic, a mil leguas de su mejor versión, Marcelo Bielsa tomó el bisturí y actuó de urgencia en el quirófano donde se desangraba el conjunto rojiblanco. Exilió del duelo a Aurtenetxe e Iturraspe y reorientó al equipo para la estilográfica de Iñigo Pérez y el fusil de Ibai en el segundo acto. Los cambios tuvieron un efecto disuasorio, pero carecieron de la continuidad exigida para voltear al Atlético de Madrid, cómodo en la cueva y con la cicuta en dosis exactas cada vez que enfilaba a Iraizoz a la carrera. Le alcanzan a los madrileños con los aperos del contraataque. Un visionario como Diego y unos receptores que se desenrollan con furia con trecho por delante.

Apremiado por el plomo de las manecillas, el Athletic probó con la incorporación del adrenalítico Toquero. En el casino del todo o nada, en la ruleta, la pelota giró y giró, pero siempre negó la casilla de los bilbainos en el foso de tiro. Ni Ibai, ni De Marcos, ni Susaeta dieron con la fórmula para magullar a Courtois, que solo dejó su huella digital en pelotas cruzadas, inalcanzables para Llorente, y un buen pie en un remate terminal de Susaeta, que no esquivó al guardameta del Atlético de Madrid, siempre con el puñal. Falcao afeitó la madera en una de sus irrupciones y Diego, con el Athletic jugando sin retrovisor ni red de seguridad, le mandó al fondo de la más absoluta tristeza después de dejar atrás el rebufo de Amorebieta, asolado, al que devoró la final. Al igual que al Athletic.