Para el público, el Gran Circo Holiday es un espectáculo que mezcla humor, riesgo y emoción. Pero detrás de los focos, lo que se esconde es un modo de vida muy particular que comparten las más de 15 personas que forman parte de esta compañía. Una vida que no se entiende sin las caravanas que se convierten en su hogar, los ensayos que marcan cada jornada, los viajes constantes de ciudad en ciudad y la convivencia como una auténtica familia.
El viaje forma parte de la rutina. Cada vez que termina una estancia, la caravana se convierte en la casa sobre ruedas que acompaña a los artistas a su próximo destino. "Nosotros viajamos con nuestros propios vehículos: hay chicos que son los chóferes, los que llevan, y vamos en coches o en autobuses, depende", cuenta Jon Ander, malabarista del circo. Al llegar, el ritual es siempre el mismo: desmontar, recorrer kilómetros y volver a levantar la carpa en una nueva ciudad.
Las rutinas diarias completan el engranaje. A primera hora toca entrenar para que los números salgan a la perfección. Martín Guillén, equilibrista, lo describe con naturalidad. "Nuestra rutina es levantarnos, tomar un desayuno de proteínas con huevos y café y después entrenar un par de horas para que la función salga perfecta". No se trata solo de repetir lo conocido, sino de probar variaciones, pulir gestos y mantener el cuerpo preparado.
La convivencia es quizá lo más definitorio de la vida en el circo. Muchos de sus integrantes, como los Sacristán, son familia de sangre, pero quienes no lo son, como Martín, acaban tratándose de la misma manera. "Tenemos que estar con mucha concentración, pero también hay muchas risas porque intentamos hacer cosas nuevas y no nos salen, a lo mejor nos reímos entre nosotros… somos como una familia directamente. Aparte de que algunos ya somos familia", explica Aaron Sacristán, payaso y acróbata. La confianza se construye tanto en la pista como en los descansos, y el ambiente de fraternidad es tan importante como la técnica.
Tiempo libre
Entre ensayo y función queda también un espacio para la vida cotidiana. No todo es disciplina; hay tiempo para pasear por la ciudad, mezclarse con las fiestas locales o simplemente descansar. "Ensayamos por las mañanas, trabajamos por la tarde y entre horas tenemos nuestro tiempo libre para hacer lo que queramos", apunta Aaron. En Bilbao, algunos aprovechan para acercarse a las comparsas tras la función o recorrer la ciudad con calma.
Esa es la cara menos visible del circo: la convivencia diaria en caravanas, el esfuerzo del montaje, los viajes continuos, las risas compartidas entre ensayo y ensayo. Una forma de vida que se hereda y que se vive en comunidad, entre veinte personas que hacen del circo su hogar. Muchos son familia, y los que no lo son, como Martín, terminan tratándose como tal porque en el circo los lazos de convivencia pesan tanto como los de sangre.
Solo al final llega lo que ve el público. El Gran Circo Holiday, fundado en 1987 por Justo Sacristán y sus seis hermanos, se ha convertido en una referencia del panorama circense estatal. Su propuesta, que prescinde de animales y apuesta por disciplinas humanas, emociona cada año a cientos de miles de espectadores. Este verano, su carpa se levanta en el Parque Etxebarria de Bilbao, donde permanecerá hasta el 13 de septiembre. Allí, sobre la pista, se muestra la magia. Pero es entre bambalinas, caravanas y carreteras donde realmente se entiende lo que significa vivir en el circo.