A mediados de 1937, cuando la caída de Bilbao parecía inminente, el párroco de Begoña, Bernardo Astigarraga, y su coadjutor Fortunato Unzueta, temiendo que la iglesia fuera bombardeada o saqueada, ocultaron la imagen de la virgen en una cavidad disimulada en interior de una de las torres de la basílica. Temiendo también por las joyas que solían engalanarla, que desde hacía un tiempo se hallaban depositadas en el Banco de Vizcaya, Astigarraga sugirió a Unzueta que las pusiera a salvo. Consecuentemente, Unzueta se puso en contacto con el consejero de hacienda Eliodoro de la Torre, quien le planteó dos opciones: esconderlas donde ya habían ocultado los restos de Sabino Arana o depositarlas en un banco extranjero.

El religioso optó por la segunda posibilidad y las joyas fueron trasladadas a la consejería de hacienda donde ellos dos, junto con Lucio Aretxabaleta, Juan Olazabal, Joaquín Hernández y David Ilarduya hicieron un inventario y firmaron un acta exponiendo sus razones. También designaron a las dos únicas personas autorizadas a retirar las joyas del banco de Toulouse en donde serían depositadas. El encargado de transportarlas fue José Yanguas, piloto de Air Pyrénées.

El plan habría resultado si el Banque Courtoise no se hubiera negado a ingresar un depósito a nombre de cinco personas, sugiriendo a cambio que este se hiciera a nombre de Yanguas, cosa que éste hizo. A su regreso, el consejero Alfredo Espinosa, que volvía de gestionar la instalación de campamentos de refugiados vascos en la república francesa, pidió a Yanguas que lo trasladase a Bilbao, aun a sabiendas de que la derrota era inminente, para correr la misma suerte que sus compañeros de gobierno. También quería desmentir la propaganda fascista que le había acusado de haber huido con fondos del Gobierno de Euskadi. Junto a él viajaron el comandante Agirre Urrestarazu, Emilio Ubierna, jefe de administración de la consejería de sanidad y secretario particular de Espinosa, Eugenio Urgoiti, funcionario del gobierno, y Georges Rougé, un comerciante francés. Espinosa, que tenía 34 años, militaba desde muy joven en Unión Republicana en cuya representación integró el gobierno de Agirre. Desde su consejería tuvo a su cargo la Cruz Roja en Euskadi, impulsó la creación de la facultad de medicina en la Universidad Vasca e hizo especial hincapié en la higiene de las zonas rurales.

CONDENADOS A MUERTE

Pero los pasajeros ignoraban que Yanguas había contactado con el comandante golpista Julián Troncoso, a la sazón jefe de la frontera de Irun. Ambos tramaron para que la avioneta aterrizara en la playa de Zarautz donde los pasajeros serían detenidos. Pocos días después los cuatro fueron sometidos a juicio y condenados a muerte en Gasteiz. A pesar de las intensas gestiones realizadas por el gobierno vasco para salvarlos, Espinosa y Agirre fueron fusilados el 26 de junio de 1937. A Ubierna y a Urgoiti les fueron conmutadas sus penas de muerte por prisión.

Una hora antes de morir, Alfredo Espinosa escribía a su madre: “Muero defendiendo la legalidad y muero, si no fuese por todos vosotros, contento, siempre que mi sacrificio no sea estéril e infructuoso…”. Mientras tanto, Yanguas, en compañía de Troncoso y de Joaquín Goyoaga, gerente de la empresa importadora de vehículos donde trabajaba el piloto, se dirigieron en coche hasta Toulouse donde retiraron los cajones depositados días antes. El 15 de agosto, a escasos dos meses de la caída de Bilbao, cuando el padre Unzueta junto a Bingen Ametzaga y Polixene Trabudua se hallaban en la colonia infantil que el Gobierno de Euskadi había instalado en La Citadelle de Donibane Garazi, en la colina de Artagan se llevaba a cabo la farsa de devolución de las joyas “robadas por la barbarie roja” montada por el alcalde falangista José María Areilza. Para la ocasión éste invitó a Carmen Polo, esposa del dictador.

Un año más tarde la Gaceta del Norte publicaba el artículo Begoña, bajo el yugo de los bárbaros y en la paz augusta del Caudillo del jesuita José María de la Colina en el que, creyendo que nadie se atrevería a contradecirlo, atacaba soezmente a aquellos que, según él, habían caído, “… del lado de la barbarie blasfema e impúdica y el proclamar y defender con armas y con la sangre a torrentes, sangre vizcaína mezclada en una misma charca con la de los ladrones, sacrílegos, blasfemos, impúdicos y enemigos declarados de Dios y de toda religión, hez de la cloaca de los más bajos fondos, fruto el más podrido de los principios liberales, eso que por eufemismo llaman Democracia y República, pero que en realidad es lo más abyecto que la historia ha conocido”.

Se equivocó, porque desde el exilio en Iparralde Unzueta le escribió rebatiendo sus acusaciones. En su extenso escrito rebatió cada una de las falsedades del jesuita, manifestó su sorpresa ante el ataque de un religioso a quien estimaba y apreciaba y se preguntó qué se podía esperar de quienes escribirían la historia si un religioso como Colina, necesariamente comprometido con la difusión de la verdad, era capaz de tergiversarla hasta hacerla irreconocible: “He querido llevar al ánimo de cuantos me lean, la convicción plena de que la historia de los fascistas españoles en general y los vascos en especial, están escribiendo sobre esta guerra, no merece sino el calificativo de cuento o novela: porque en esa historia brilla mucho más por su ausencia la verdad que en los cuentos o novelas”.

Unzueta se expresaba con la propiedad de quien sufría las mentiras de una historia oficial sorda a los reclamos de sus víctimas. En un intento de dar a conocer los hechos, escribió a Mateo Muxika, antiguo obispo de Gasteiz, quien desde el exilio no podía intervenir en su favor. Por último, se dirigió al cardenal Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, por entonces secretario de estado de Pío XI. Todo fue en vano.

Las mentiras e insultos proferido por el padre Colina que más le dolieron fueron las referidas a Espinosa: “No quiero ocultarle, P. Colina, que son muchos los que no se explican cómo la pluma de un jesuita puede ser tan poco piadosa con la memoria de un hombre muerto cristiana y ejemplarmente, en cumplimiento de su deber. Espinosa nunca fue un sectario, menos un impío; Espinosa nunca fue irrespetuoso de la religión católica. Siempre fue, por el contrario, en el fondo de su alma, sinceramente cristiano”.

El propio Espinosa, apodado “el ángel de los pobres”, escribió al lehendakari Agirre pocas horas antes de su muerte, y confirmó las palabras de Unzueta. Siempre estuvo en contra de la pena de muerte y se mostró favorable a cualquier política que sirviera para humanizar el conflicto y evitar el sufrimiento de la población civil y los prisioneros de guerra: “Cuando la historia nos juzgue a todos, sabrán que nosotros hicimos lo indecible por evitar la muerte a los presos y por conservar el respeto absoluto a toda idea opuesta a la nuestra. Cuando condenen los tribunales a alguno a muerte, mi voto, desde el otro mundo, es siempre por el indulto pues pienso en que pueda tener madre o esposa e hijos y la terrible condena siempre la sufrirán personas inocentes. Pídeles tú a mis compañeros, en mi nombre, lo que yo te pido, y os suplico no ejerzáis represalias con los presos que hoy tenéis, pues bastante han sufrido como sufro yo. El que no esté procesado en estos momentos ponerlo en libertad”.

Hoy, a 86 años de su asesinato, su memoria está viva en todos nosotros.