Esta es una historia increíble de una mujer que nació antes de la Guerra Civil (20 de noviembre de 1922), sufrió la contienda, padeció los tiempos del hambre, perdió dos hijas de meses y muchísimas décadas después, a sus 98 años, en plena pandemia global por el coronavirus, es, otra vez más, una superviviente. Aurea León es una basauritarra que ha ganado la batalla al virus, a este "demonio", como ella lo llama. En octubre no pudo dar esquinazo a la segunda ola. "Este virus es una guerra sin armas porque mata, ¿eh? Y, ¡cómo mata! No sé quién lo ha traído o quién lo ha inventado, pero era para fusilarle tres veces seguidas", dice a modo de broma, pero con un trasfondo muy serio.Todo un símbolo de la resistencia, Aurea ha conseguido superar la enfermedad en casa porque no le afectó a las vías respiratorias. "Se encontraba mal, muy baja, no quería comer nada, no quería levantarse de la cama... Sobre todo nos preocupamos mucho porque no probaba bocado", relata su hijo Iñaki Aguirre, uno de sus ángeles de la guarda. "Vino el médico, la examinó y le dijo que al hospital no quería ir. Cuando hemos necesitado, hemos llamado a Osakidetza y han venido, la han atendido muy bien tanto telefónica como presencialmente".

Pero en casa estaban muy preocupados y llenos de angustia. Todos tenían en la cabeza el fantasma de esta pandemia que nos ha arrebatado a miles de amamas y aitites. Gente anónima que se ha ido en soledad, sin funeral, en entierros exprés; dejando atrás no solo el dolor de la pérdida, sino también el del duelo incumplido. Sin embargo, Aurea no se achantó ante el covid porque es una guerrera. Y después de varios días sin comer, espabiló a base de los calditos caseros que le preparaban su hija Elisa y su nuera Adela. Calditos de carne, de verduras... Todos con virtudes curativas. "Eso fue lo que la reanimó", afirma, convencido, Iñaki. "Lo dulce no me gustaba, lo salado tampoco. No me apetecía meter nada al estómago, hasta que mi hija y mi nuera empezaron a hacer los calditos que me han sabido a gloria", explica Aurea, ya con el alta médica en la mano. "Me gustan también mucho las carnes gelatinosas: las patas de cerdo, las de cordero...", dice relamiéndose.

"eché una maldición al virus"

Esta nonagenaria es una basauritarra de armas tomar. A prueba de coronavirus y lo que le echen porque, como ella misma dice, "este virus es el primer demonio que he pasado, ni gripes ni nada". El covid ya sabía que con ella no iba a poder. "Yo le eché una maldición. Vete lo más alto posible y quémate en esos volcanes grandísimos en los que no se salva nadie. No puede ser que todo el mundo tenga el cochino virus y que esté causando tanto daño". "¿Cómo puede ser que esté afectando a todo el mundo a la vez? Es un avaricioso, todo lo que quiere para él", explica con mucha sorna y repleta de energía.

Porque Aurea no sabe de enfermedades. Nunca ha estado malita. "En el hospital no me conocen", dice, divertida. Es una mujer de carácter, lúcida, heroica, que hoy sortea el covid y que mantiene firme su memoria antigua. Inevitablemente, su cabeza se retrotrae a la Guerra Civil, a aquella lucha diaria por la supervivencia, donde se inventaban recetas para engañar al hambre. Ella recuerda la berza que parece que le ha proporcionado un sistema inmunitario a prueba de bomba. "Yo me pregunto cómo es posible haber llegado a mi edad habiendo pasado tanta hambre. Cuando estalló la guerra, recuerdo haber comido mucha berza, solo cocida. Bueno, lo que había en la huerta de los caseríos de la vega de San Miguel. Se conoce que esa verdura funcionaba muy bien para los huesos porque a mí me ha ayudado. Los huesos, gracias a Dios e igual también a la berza, ni me duelen ni me han dolido", parlotea con gracia.

Este 2020 está un poco de bajón. "En marzo empecé a decaer un poquito, y ando algo peor, no mal del todo, pero si tengo ayuda, mejor. Porque yo he estado haciendo las cosas de casa, limpiar y todo, y no me cansaba... Hasta este año. Pero ahora me ha tocado esta china y me ha achuchado un poco", se queja.

Pizpireta y coqueta, se ve favorecida en la foto. "Creo que he salido guapa, bueno ya lo que queda... Una vez alguien, estando en Basozelai, me dijo; tú has tenido que ser muy guapa. Y le contesté; no sé si era guapa o no. Yo me tenía por buena persona y fea, no me veía".

Curtida en la dureza, pertenece a la quinta que más ha sufrido, que ha vivido varias guerras, que ha pasado hambre, que ha atravesado la larga noche del franquismo y que, ahora, son los grandes perdedores de esta catástrofe sanitaria. "Soy de Basauri, de toda la vida", proclama muy despierta. "Nací donde la última casa que tiraron para hacer los chalés esos donde estuvo el matadero muchos años. Éramos siete y quedamos tres chicas". "La mayor se quedó en Francia porque si venía, Franco la mataba. Murió hace siete u ocho años. También tuve un hermano que mataron en la contienda con 23 años".

De mente preclara, se acuerda de casi todo como si hubiera sido anteayer. "Cuando era niña me tocó vivir la república; iba a la escuela cuando se proclamó la Segunda República, viví ese momento que quitaron los cuadros, quitaron las cruces y pusieron a Manuel Azaña. Y con la banderita republicana salí a la plaza de Arizgoiti con los niños de la escuela".

A esta matriarca también le tocó ser evacuada en la guerra. "Cuatro hermanos fuimos a Francia. Mi hermana mayor, la que se quedó allí, y yo nos fuimos en el último barco que salía de Santander". Regresó en enero de 1940, después de tres años. "Nos tuvieron en Fuenterrabia parados, esperando a que se formara un grupo de niños para venir a Bilbao".

"mis hijas morían al nacer"

Cuando volvió, era mocita. Rememora las penurias de entonces con sobrecogedora clarividencia. Le pasaron cosas muy tristes como perder a dos de sus hijas. "Soy casada en segundas nupcias y en mi primer matrimonio tuve dos niñas que sacaban la enfermedad del marido, y al nacer, se morían". Fueron sucesos terribles. "Una niña se me murió con ocho mesitos y mi difunta suegra decía que era una medallita. Yo dándole la leche con la tacita y la cuchara, y ella quejándose. Y me dijo el médico, no va a durar más de unas horas, y así fue".

Pero sufrir en carne propia esos dramas no quita ni una gota del miedo. Porque este es un virus que arrasa con todo y que ha acabado con la vida de muchísimos de sus coetáneos. "Ahora en estas semanas que me ha pasado todo esto, casi ni quiero ver la tele. Me cansa un montón, así que la veo muy poco porque todo el rato dicen lo mismo. Y si ya lo oyes una vez, ya sabes lo que está pasando", dice con desasosiego. "Estos días se me pone una molestia en la garganta, y ya piensas cualquier cosa". Pero Aurea ya tiene el alta del covid. "Me han dicho que estoy bien", y viéndola, se corrobora, a pesar de sus 98 años cumplidos hace quince días.

La vida fue muy dura cuando era joven, llena de miseria. "Había mucho estraperlo y compraba solo el que tenía dinero. El que no tenía posibles, a buscarse la vida para poder meter algo a la boca. Había que comer como fuera, y lo que fuera". Con cartillas de racionamiento que todavía guarda por casa. "¡Pero qué racionamiento!, Las lentejas estaban llenas de gorgojo. También te daban arroz -unos 100 gramos o menos-, y algunas personas te lo compraban de estraperlo para hacer morcilla, pero también tenia bichitos. Mi padre que era de muy buen comer, solía decir, pero ¿qué más quieres si tienes el cocido con carne y todo?". Una narración que suena al Oliver Twist de Charles Dickens, pero que Aurea cuenta sin ninguna amargura, incluido el fallecimiento de su marido en 2003.

En un estado de forma estupendo, demuestra grandes reflejos. "Ahora hago la comida a mi hija Elisa cuando viene del trabajo... Ya para limpiar tengo menos garbo, me canso más, pero la comida todavía la hago. Porque el que esté a mi lado no se va a morir nunca de hambre", comenta muy resuelta, siempre con la sombra detrás de su hijo Iñaki, de 62 años, y de su hija Elisa "que la tuve cuando iba a hacer yo 42 años", y por supuesto, de sus tres nietos. "Es una fenómena y hay que ver cómo tiene la cabeza de lúcida para poder contar las cosas así de bien", se felicita Iñaki. Porque ella es todo un símbolo, la esperanza de que, cuando todo esto pase, abrazar a nuestras amamas cobrará otro sentido. Por eso, cuando acabamos la charla, nos hace prometer que cuando cumpla cien años volveremos a hablar con ella. Aurea, eso está hecho.