SARAI Montes está llena de cicatrices. Una en el antebrazo de una tentativa de suicidio. Dos bajo los pechos, que intentó disimular lijándose la piel. Otro puñado en el alma, fruto del acoso escolar, el miedo al rechazo, el tormento sufrido a solas por no poder ser ella misma, la depresión... “En aquella época mis expectativas eran: Vas a perder familia, amigos, trabajo... La única salida que veía era una esquina y un bolso y eso asusta mucho”, reconoce. Por eso estuvo a punto de tirarse por un acantilado. Por eso puso el coche a 200 para ver si se salía en una curva. Por eso hizo puenting para ver si tenía “suerte” y se rompía la cuerda. Por eso calló. “Me tiré 29 años dentro de un armario, dándole vueltas al coco, con un sufrimiento constante y sin poder vivir mi vida”, se duele esta bilbaina de 41 años, la primera persona transexual que fue sometida a una operación de reasignación genital en Osakidetza, hace ahora diez años.

Sarai siempre supo que era una niña, pese a que su cuerpo no era exactamente como el de las demás. “Sabía que era diferente porque me duchaban con mi hermana. La veía a ella y me veía a mí y decía: Aquí algo no...”, recuerda. Nunca hizo preguntas, pero tenía clara la diferencia. “Me lo dejaron todavía más claro los chicos de mi cole por jugar con las chicas. Si no me insultaban, cobraba. Aprendí desde muy pequeñita que no se me podía notar nada femenino porque la respuesta iba a ser negativa. Eso me hizo meterme en un armario 29 años”. Sarai intercala sonrisas en su crudo relato. Ya pasó lo peor. Pero la de quien le escucha se congela cuando rememora el día en que decidió dejar de sufrir. “Eso me llevó a estar en un acantilado mirando para abajo. Cuando estás ahí arriba, piensas: Ostras, esto es serio. Tenía claro que lo iba a hacer, pero se me encendió alguna bombilla y me dio por pensar en mis padres y mis hermanos. No quería hacerles sufrir”, cuenta sin un ápice de dramatismo.

Menos mal que se sinceró, porque todos sus temores se esfumaron. “Se lo conté a mi familia, a los amigos, en el curro? y ningún miedo se hizo realidad. No perdí gente en el camino”, dice, sabiéndose afortunada. Porque los miedos eran “potentes”. Tanto como para hacer “cosas como esta”. Sarai se remanga el jersey y muestra una cicatriz en el antebrazo que habla por sí sola. Ha tenido alguna tentativa de suicidio y “muchísimas de no me atrevo a hacerlo, pero me la juego”. “El día que eres capaz de mirar a tus miedos a la cara y decirles: Si os convertís en realidad, yo puedo con vosotros, es cuando lo cuentas”.

Después de la sinceridad, llegó la calma. “Pasas de Qué mierda de mundo, quiero bajarme a Ahora ya puedo ser yo, ahora sí quiero vivir’. Sarai no es la excepción que confirma la regla. “Conozco a mogollón de personas transexuales de mi edad para arriba y todas han pensado en suicidarse o lo han intentado”, señala. Afortunadamente las cosas han cambiado. “Los más jóvenes no tienen esa vivencia tan drástica por el rechazo social”. Para cuando Sarai comenzó a hormonarse, la testosterona llevaba 29 años dejando impronta en su voz, el tamaño de sus huesos... “Esos cambios no van a volver atrás. A las chicas que empezamos más tarde, se nos nota más. Entonces, es más fácil que cuando vayas a algún sitio, tengas que explicarlo, o que te miren”, comenta, mientras muestra sus grandes manos, adornadas con algunos anillos.

Tras operarse, sufrió depresión Su periplo sanitario, dice, dejó mucho que desear. Médico de cabecera, endocrino del ambulatorio y del hospital, psiquiatra... “Le dije que era transexual y que necesitaba que certificara que soy una mujer para que me hormonaran y me contestó: ¡Pero si yo de esto no tengo ni idea!” No era el único. Tampoco el endocrino parecía ducho en la materia. “Ya había internet y estaba muy informada. Me empezó dando unas dosis de risa, y en la segunda cita, ya me había regulado la dosis por mi cuenta”. Seis meses se pasó de consulta en consulta sin conseguir avanzar, impotente, frustrada. “Mis padres escribieron a Osakidetza en la que ponía que estaban hartos de ver llegar a su hija llorando del hospital. Su historia todo el mundo la entiende y acepta, no tiene problemas. ¿Qué le hacéis allí?”, protestaban.

Cuando se creó la Unidad de Identidad de Género del hospital de Cruces, en 2009, Sarai tuvo que pasar de nuevo por Psiquiatría. “Todos teníamos claro que tenía que operarme. Me tiré un montón de meses en lista de espera para el pecho”, cuenta. La sorpresa llegó cuando se reunió con el cirujano, apenas unos días antes de la intervención. “Sin decir ni siquiera hola me da un papel: Lo lees y lo firmas. Me pongo a leer y ponía: cirugía genital. ¿Cómo que me operas de todo? Estamos hablando de una baja potente. ¿Qué hago yo con mi vida de un viernes para un lunes, que no tengo margen ni para avisar?”. Dice que no le dio muchas explicaciones. Que le comentó que le pondría unas prótesis acordes a su cuerpo y con incisiones axilares. Que de la cirugía genital, ni palabra. “Me dijo: No tengo nada que explicarte porque tú ya sabes mucho porque has leído demasiado. Con mi desesperación, firmé”, reconoce y achaca las prisas a “urgencias políticas”, ya que “las personas que se habían operado fuera reclamaban las ayudas y se les dijo que no se pagaban ya cirugías porque se hacían en Osakidetza. Por eso urgía que la Unidad operara antes de terminar el año”.

En quirófano, Sarai pidió que no la anestesiaran hasta concretar el tamaño del pecho -“No me apetecía parecer La Bombi”-, pero de nada sirvió. “Me desperté pegando gritos. La cirugía genital no me la habían hecho entera. Tenía el clítoris sin proteger y solo el hecho de vestirme, como me rozaba la ropa, era una auténtica tortura. Cuando me quitaron las vendas del pecho, me encontré con dos pedazo de cicatrices que ni siquiera hacen la curva. Entré en una depresión brutal que me ha durado años”, confiesa.

“Me he lijado la piel” El “mayor miedo” de Sarai era que se le notaran las marcas del pecho. Hizo de todo para disimularlas. “Me he lijado la piel de alrededor con un taladrito para que las cicatrices se difuminaran. Ya casi no se notan, pero he hecho barbaridades”, sonríe con picardía. “Luego te las enseño”. “No hace falta”, se le dice, con el estómago encogido, pensando en cómo fue capaz. “El dolor con el tiempo se va. El sufrimiento, mientras no arregles la causa, sigue ahí y es mucho más potente que el dolor”.

Tras la intervención, estuvo de baja más de un año y dado su profundo desánimo, le costó ver el lado positivo. “Tenía un pene, se me realizó una cirugía y, aunque no se me hizo una vulva al uso, me quitaron aquello que me generaba rechazo. Ahora me puedo mirar, vestir o duchar sin que sufra viéndome desnuda”, agradece.

Sentada en torno a una mesa en la sede de Errespetuz, la asociación para la defensa y la integración de las personas transexuales que preside, en Bilbao, a Sarai le brillan los ojos cuando habla de su “necesidad” de ser madre. “Mi sueño es poder llevarlo yo dentro. Si me dijera la ciencia: Creemos que puede ir para adelante, tienes un 10% de posibilidades de no morir en un quirófano y necesitamos gente, yo voy la primera, pero a día de hoy no es viable”. Pasar los “potentes filtros” de la adopción se antoja difícil cuando “la transexualidad sigue en el manual de desórdenes mentales”, la gestación subrogada supone un “dineral brutal” y la acogida le partiría el alma. “Me traes a una criaturita y cuando ya le he cogido todo el cariño del mundo, te la llevas, y yo me tiro por la ventana. Es una manera de hablar”, aclara. Porque si no lo hizo en su día no lo va a hacer ahora, que por fin vive su vida.

Lo prometido es deuda. Se levanta el jersey y enseña las cicatrices bajo el pecho, prácticamente imperceptibles. Tras escucharla, se entiende la importancia que esos costurones tenían para ella y por qué hizo “verdaderas salvajadas” para eliminarlos. Porque Sarai tiene un par de cicatrices bajo el pecho, pero también una en el antebrazo. Y una herida abierta, que aún duele, su deseo de ser madre.