O peor está por llegar. Sin duda. Toda una descorazonadora premonición que no pierde su fuerza por resultar tan manida. El tsunami del coronavirus ha contagiado de incertidumbre el día a día que hasta la previsión de un futuro inmediato se hace incierto en sí mismo. El desasosiego inoculado por los cuatro rincones de cada casa se ha apoderado también de buena parte de la capacidad de respuesta de las clases política y económica, atribuladas por semejante impacto de repercusiones ilimitadas. En el pavoroso clima de la alarma estatal declarada se suceden las improvisaciones ante lo desconocido, las tétricas cifras de víctimas, las apelaciones a la necesaria concienciación, el imprescindible compromiso ciudadano, las oleadas de puntuales cierres de negocio y, especialmente, la unánime admiración hacia el sistema público sanitario. Un contexto en el que se han agolpado las disensiones entre los dos partidos de la coalición de izquierdas, la trascendente renuncia de Felipe VI a la pestilente herencia de su padre, la particular guerra de signos entre los dominios del PP en Madrid y el Gobierno español, las disfunciones silenciadas entre Sanidad y varias autonomías y la inevitable ascensión al monte del todavía presidente de la Generalitat.

Queda un camino de espinas en medio de tanta confusión. El comprensible temor a la difusión a corto plazo de una caótica cifra de infectados, muertos y desempleados por esta pandemia augura una conmoción social difícil de contener. Pedro Sánchez es consciente de que acomete, dentro y fuera del Gobierno, la coyuntura más angustiosa de cuantos días siga en el poder. Se le nota. Las fundadas divergencias sobre el alcance de la respuesta económica a la catástrofe que se torna demoledora ha sido la principal prueba de la resistencia interna. Unas discrepancias entre el espíritu expansivo y el control presupuestario, resueltas mayoritariamente en favor de dejar para otro momento la obsesión del déficit ante el fundado riesgo de empobrecimiento de una sociedad que teme por la peor de sus suertes.

La responsabilidad del líder socialista adquiere ribetes dantescos en un convulsionado escenario que supera las ideologías. Es ahí donde se encuentra la explicación del mayoritario apoyo que le tributaron en el insólito pleno extraordinario del Congreso el resto de grupos parlamentarios, más allá del puntual folclorismo de Vox denunciando a Carmen Calvo y Pablo Iglesias, o a la insustancial pataleta de Quim Torra entre los presidentes territoriales. Ahora bien, Sánchez no debería entender este respaldo propio de las emergencias como una ratificación expresa a una progresiva cascada de medidas y actuaciones de contingencia. Algunas de sus decisiones, varias de sus descuidadas formas, han abierto un listado de cuentas pendientes Otro tanto ocurrirá cuando se debata sobre el inusitado afán de protagonismo de Pablo Iglesias. Su desconsideración expresa a cumplir la obligada cuarentena por el positivo diagnosticado a su pareja pocos días después de la manifestación del 8-M, tampoco quedará en papel mojado. Incluso, el reconocido papel colaborador del alcalde de Madrid en contraposición a los dardos interminables de Isabel Díaz Ayuso. Arañazos políticos que volverán a surgir cuando asomen los primeros rayos de esperanza.

El rey tampoco sonreirá en mucho tiempo. Le asedia la sombra de la desconfianza. En beneficio de su figura, la tragedia del covid-19 ha mitigado en paralelo el ensordecedor efecto institucional que hubiera supuesto en condiciones normales la jugada de dominó causada por las descaradas corruptelas de Juan Carlos I. Casi un año después de conocer su envenenada herencia, Felipe VI ha aprovechado el desconcierto propio de una fatalidad sanitaria para desligarse sonoramente de la senda del cohecho paterno. Al hacerlo, corrobora esa sensación latente de las continuadas tropelías del hoy rey emérito durante su mandato, con ello sacude a su pesar los cimientos de la institución que representa y, desde luego, abre la puerta a una investigación que ni el PSOE, con la mano en la nariz, ni la derecha van a consentir. Todo ello en un momento de profunda marginación por parte del Gobierno de coalición. En la crisis del coronavirus, las sucesivas apariciones del presidente han retrasado de tal manera el mensaje desde La Zarzuela que las caceroladas, en medio del despecho de Corinna y de los 100 millones de petrodólares, han acabado por tener más eco que sus palabras oídas por más de 14 millones de telespectadores.