TODAS las querellas de víctimas de Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, se estrellan contra la inadmisión o archivo, pero lo cierto es que la Justicia sí tiene margen para investigar las presuntas torturas de uno de los personajes más siniestros del franquismo, como exige el derecho internacional. Falta voluntad y coordinación, según los jueces y fiscales, que consideran que hace falta una posición de fuerza entre las víctimas que desemboque en una sola querella que aúne todas, pero impulsada por la Fiscalía, “el actor clave” para que las actuaciones judiciales puedan prosperar. “Lo ideal sería una querella conjunta para que no sea un goteo”, anticipa un magistrado que cree que “merece la pena hacer un esfuerzo para explorar la vía y el encaje penal porque se trata de delitos muy graves”: torturas, detención ilegal y lesa humanidad.

La tortura no era un mecanismo para hacer méritos sino un “placer” tangible ejecutado con un mimo “vocacional” por un policía del régimen franquista que se valió de amenazas, humillaciones, golpes y terror para labrarse uno de los perfiles más negros de España. Así le recuerdan sus víctimas. Tres de ellas narran su paso a principios de los años 70 por la extinta Dirección General de Seguridad (DGS) en la madrileña Puerta del Sol, rehabilitada como sede de la Comunidad de Madrid. Rosa María García, José María Chato Galante y Luis Suárez-Carreño son tres de las 18 víctimas -habrá más en septiembre- que han recurrido a la Justicia con la esperanza de agotar la “impunidad” de este personaje.

Luis fue el pionero. Tras un primer paso que define de “benigno” por la DGS en 1970, fue detenido tres años después en su casa ante la presencia de González Pacheco que, junto a sus compañeros, ya le iban “preparando” para lo que le esperaba. Generalmente arrestaban de noche, en plena calle o derribando la puerta de casa. No informaban jamás de los cargos ni tampoco de su paradero. Su estatus para el mundo exterior era el de desaparecido. “Mi padre iba a preguntar a la DGS y le decían que allí no estaba, y estaba”, cuenta Rosa. Pasaban días sin saber de ellos. 22 Chato entre sus cuatro detenciones, seis Rosa y seis Luis. Ni familia ni abogados. Una vez en sus manos, “eras suyo”.

“Le gustaba que se conocieran sus méritos”, dice Rosa. Precisamente de ahí procede su apodo, de su afición a pasearse por la universidad enseñando su pistola. Chato relata que “una de sus gracias era apuntarte con ella y disparar con el cargador vacío”. Era, como ellos le definen, “un exhibicionista”. “Ya sabes quién soy”, solía decir. A través de la calle Correos accedían a la DGS y allí todo podía pasar. Les subían a los despachos donde Billy se presentaba a base de bofetadas, puñetazos, insultos, amenazas, gritos y humillaciones. Era “barra libre”. Su antología de la tortura pasaba por golpear las plantas de los pies, esposar a los radiadores y a la puerta, desnudarte, abrigarte mucho cuando hacía calor o colgarte de las manos, como le sucedió a Chato. “Se dedicaba a darme patadas de kárate dando grititos a lo Bruce Lee. Pensé: esto es un esperpento”. “Te dabas cuenta de que eras un pedazo de carne en manos de unos tipos cuyo único objetivo era darte el máximo posible para sacarte la máxima información y marcarse un éxito policial”, afirma Luis. Esa sensación Chato la experimentó cuatro veces por sus cuatro detenciones. “La primera es un shock muy fuerte, pero la segunda ya sabes todo lo que te espera, haces el recorrido, sabes cuándo las cosas se van a poner duras...”. Lo peor ocurría en el último piso.

un tipo sin escrúpulos Había una variable sentimental que complicaba aún más las cosas, porque a Luis y a Rosa les arrestaron con sus respectivas parejas. Al marido de ella, Billy el Niño le llegó a mostrar cómo la pegaban. Y a Luis le decía: “Fíjate lo que le estamos haciendo”. Él ha borrado las torturas de su mente, pero no así la angustia que le producían los gritos de Merche, su pareja, llamándole en los calabozos. Sus víctimas trazan un perfil de “un torturador compulsivo, ambicioso, sádico y morboso” que “planteaba cosas siniestras y enfermizas”, un policía “sin ningún escrúpulo” y “psicológicamente insano”. Pero ante todo subrayan un aspecto: el placer. Lo obtenía “produciendo ese daño, lo que dejaba ver que había una cosa muy vocacional” en ello. Lo que él decía, se hacía. Sus policías le tenían consideración, respeto y miedo por igual. Porque las tres víctimas coinciden en que torturar, torturaban todos. “La policía política del régimen franquista se encargaba de que torturaran todos”, para que así “nadie pudiera acusar a otro”, dicen.

“Llega un momento en que incluso quieres desfallecer, morirte, lo que sea”. En su caso tuvo varias tentaciones de autolesionarse. “Recuerdo mirar el pico de la mesa metálico y del radiador y decir: como esto siga así voy a tener que estrellarme contra ahí y eso va a ser lo mejor que me va a pasar. O la próxima vez a ver si me coloco bien, me tiro y consigo abrirme la cabeza”. A su vez, la palabra más temida por los detenidos era “paseo”. Un punto y final. Un juego semántico para terminar con tu vida. Te llevaban a un parque y te pegaban dos tiros. Chato tiene clavado en la memoria cuando escuchó: “A este lo que hay que darle es un paseo y ya, y listo”.

A Rosa la subieron en un coche con Pacheco para que fuera a identificar “un piso franco”. “Me fueron amenazando con hacerme desaparecer”, cuenta. Aún se le entrecorta la voz. Ella no solo responsabiliza a Billy. “Se habla de los torturadores, pero no se habla de los que colaboraban”. Y pone de ejemplo a los médicos de la DGS que no daban parte de las lesiones o a los jueces de los Tribunales de Orden Público. Luis y Chato apuntan a estos jueces para justificar el porqué no denunciaron en los ochenta. “¡Cómo íbamos a denunciar eso a los mismos jueces que nos habían llevado a esas situaciones!”, exclaman. Por eso no alcanza a explicar cómo Billy, a sus 72 años, “ha sido más condecorado en la democracia que en la dictadura” -tres de sus cuatro medallas-, lo que a ojos de Luis evidencia que “ha gozado de todo tipo de beneficios”. Exigen una respuesta a la altura de la democracia. Y ya han pasado 44 años.