Basta con que, por ejemplo, un delincuente habitual, incluso con historial de violencia de género, se declare psicológicamente femenino para ser destinado a cumplir sentencia en una cárcel de mujeres. Allí gozará de la involuntaria compañía de mujeres que cumplen condena pero que no han pedido ser internadas en presidios masculinos y que, por tanto, han de compartir con hombres celdas con capacidad para ocho personas, y con una instalación sanitaria compartida.

Ello es la consecuencia de los mejoramundos de salón, universitarios e hijos de papás pudientes, que están empeñados en cambiar las estructuras sociales por las palabras y las ideas oníricas. El fenómeno no es único, pues afecta también a Europa con el mismo nombre de “corrección política”, o con la palabra de moda woke -que viene a significar algo así como alerta o despierto- ante las situaciones que, según ellos, claman por una solución nueva que rompa con las estructuras establecidas, aunque lleven ya siglos de existencia y hayan sido ajustadas en el crisol del tiempo y la experiencia.

La corriente woke, adoptada hace tiempo por las universidades e instituciones académicas norteamericanas, que han acabado por rendirse ante sus argumentos, se ha extendido también a muchos medios informativos y va afectando cada vez más la vida del ciudadano de a pie que ni tiene influencia política ni comprende las exigencias de los grupos que defienden las nuevas tendencias.

Eso es así desde hace ya varios años, pero cada día se va extendiendo a más sectores de la sociedad norteamericana: de las universidades ha pasado a los medios informativos y, desde allí, al mundo del deporte, a las grandes empresas y... hasta las cárceles.

En buena parte es así porque este movimiento woke ha conseguido venderse como una reacción de personas víctimas de los abusos provocados por una sociedad tradicional, que basa su moral en principios tan extravagantes como las asignaturas tradicionales de matemáticas, gramática o geografía en las escuelas, o la existencia de dos sexos con caracteres diferentes y que existen desde la aparición del ser humano, o el deseo de conseguir bienestar económico.

Todas estas cuestiones han sido redefinidas por la nueva generación, educada en universidades que rechazan todos estos principios, o alimentada por redes sociales que propalan estas ideas.

Lo que en un momento pareció un debate académico entre estudiantes con demasiado tiempo libre, se ha extendido ya a casi toda la sociedad norteamericana y acerba los enfrentamientos ideológicos del país. Quienes más perjudicados salen de esta situación son los sectores menos favorecidos, por mucho que los radicales woke nos aseguren que el suyo es un movimiento de justicia social y en defensa de las clases pobres.

Un ejemplo especialmente duro lo vemos en las instituciones penitenciarias, que no escapan a los ideales de redefinir los sexos y siguen la moda de atribuir a cualquier persona el sexo con el que se identifica. Así, por ejemplo, los delincuentes de California que se identifiquen a sí mismos como mujer, tienen el derecho de que se les traslade a una penitenciaría de mujeres en vez de cumplir sus condenas en cárceles masculinas. Para ello no necesitan someterse a pruebas hormonales ni a las operaciones de cambio de sexo que hoy en día pagan los seguros médicos, sino que les basta con una declaración de “preferencia individual”.

Gracias a esta fórmula, nada menos que 264 delincuentes californianos se han declarado más afines al sexo femenino que al masculino con el que nacieron y que corresponde a sus atributos físicos. Defienden su derecho de que los trasladen a prisiones para mujeres y hasta ahora ninguna de estas solicitudes ha sido rechazada.

El resultado es que comparten celda con mujeres que se sienten amenazadas por las evidentes muestras de virilidad de sus compañeros, y que ni siquiera pueden pedir protección, pues les consideraría como enemigas de libertades tan básicas como rechazar el sexo que la naturaleza ha dado a cada persona.

En algunos casos, los supuestos exhombres tienen un historial delictivo de violencia de género, hasta el punto de que las reclusas en cárceles de mujeres están tratando de conseguir armas para protegerse.

La situación es muy diferente entre las prisioneras transgénero: tan solo unas pocas han pedido que las trasladen a penitencierías masculinas, pues la mayoría temen que su vida estaría en peligro: les sería difícil defenderse si las ataca un compañero de celda de 130 kilos y casi dos metros de altura.

California es un lugar peculiar en Estados Unidos, donde se dan todo tipo de “experimentos” sociales que frecuentemente son rechazados en otros lugares del país. Pero el país está pasando por una temporada de presiones progresistas y los congresistas demócratas, ante el riesgo de perder su mayoría parlamentaria el año próximo, tienen prisa por llevar a la práctica medidas que jamás se convertirían en ley bajo control republicano.

Si consiguen su propósito, los legisladores demócratas aprobarán la Ley de Igualdad que fácilmente puede obligar a la cohabitación, en celdas para 8 personas, de mujeres y hombres transexuales que mantienen su atracción por las damas.