os vascos en el Madrid sitiado, el título del libro escrito por el histórico militante del PNV Jesús Galíndez allá por 1944, resume bien quiénes son los protagonistas del nuevo cómic de Guillermo Menéndez Quirós: Milicias Vascas Antifascistas. Con este nombre se bautizó el grupo de vascos que decidieron agruparse por su origen común para combatir contra los sublevados en torno a la capital de España, y que aunque poco conocidos comparando con sus colegas de otras nacionalidades, sirvieron en uno de los frentes más peligrosos de la Guerra Civil española.

Con la colaboración de Carlos Iriarte, historiador centrado en las vicisitudes de estos milicianos, Guillermo ha plasmado en viñetas el monólogo de un joven universitario guipuzcoano que vive en sus propias carnes la historia que hicieron y padecieron aquellos vascos durante la Guerra del 36, en la que se dedicaron sin descanso a la defensa de Madrid. Mediante una estructura de embudo (hay quien dice que en esto se parece a Forrest Gump), y usando una mezcla de lenguaje de cómic y relato ilustrado, el cómic introduce al lector en el contexto histórico que rodea a estos hechos antes de adentrarse en una narración más íntima que tiene mucho de trágico, crudo, y que no hace demasiadas concesiones.

Esta intimidad no obstaculiza la precisión histórica. Las escenas están repletas de detalles y anécdotas rescatadas de los fondos de diversos archivos y hemerotecas, y se inspiran a menudo en las numerosas fotografías que han llegado hasta nuestros días. De ello da fe la pequeña muestra de viñetas que se publican en este reportaje, que nos servirá para hacer un pequeño recorrido histórico por algunos aspectos menos conocidos de aquella guerra.

¿Quiénes eran estos milicianos vascos? ¿Cómo pensaban? Estas son algunas de las preguntas de las que parte la historia, y a cuya respuesta apunta una elocuente anécdota. Corría el mes de septiembre de 1936, y la idea de crear una unidad de combate que agrupase a aquellos vascos que por diversas circunstancias se encontraban en Madrid era eso, una idea. Poco a poco, diversos grupos se acercaron al Hogar Vasco de la Carrera de San Jerónimo, a pocos pasos de la Puerta del Sol. Allí, durante varios años, se había reunido el Euzko Ikasle Batza, y los universitarios habían decorado el espacio con los carteles que aquí reproducimos. Relataba Jesús Galíndez que no tardó en llegar un grupo de milicianos conscientes, que al encontrarse con las cruces gamadas no las asociaron con la nación vasca, sino con la alemana, y a punto estuvieron de resolver el malentendido violentamente. Elemento cómico aparte, la anécdota revela la diversidad ideológica que caracterizó la trayectoria de las Milicias Vascas y el esfuerzo de entendimiento que hubo de hacerse para lograr la cohesión de la que dependían sus vidas en la línea de fuego.

Superar estos problemas iniciales habría sido imposible sin la presencia de los carismáticos personajes que se sucedieron al mando de las MVA. Entre ellos estuvo Julián Sansinenea. Donostiarra de nacimiento, hizo carrera como barítono de zarzuela al abrigo del maestro Sorozabal. El golpe de julio del 36 le cogió instalado en Madrid, y para octubre ya estaba a cargo de las operaciones que los vascos llevaban a cabo en el sector de Navalcarnero. Allí se enfrentaban a las columnas del general Varela, con la moral alta en buena medida gracias a Sansi, que deleitaba a los milicianos con sus zortzikos. Reflejo de su buen humor, bromeaba en una entrevista con que su repertorio nunca agradaba a sus vecinos de trinchera venidos de Andalucía, que hubiesen preferido algo más flamenco. Sus dotes de mando le valieron el grado de comandante, pero la tuberculosis se lo llevaría poco tiempo después de que acabase la guerra.

‘Boadilla de Euzkadi’

Otro de estos personajes que destacaron como líderes fue Antonio Ortega, un teniente de carabineros del puesto de Irun cuyo republicanismo radical le llevaría a la esfera del PCE, trampolín que le valió la jefatura del Servicio de Investigación Militar de la República. Pero antes de esto mandó a nuestros vascos. Su iniciativa les llevó a Boadilla del Monte, localidad que otros milicianos habían abandonado a primeros de noviembre del 36, y que al ocuparla rebautizaron como Boadilla de Euzkadi. Qué pensaría de todo esto el infante don Luis, que en el siglo XVIII levantó el palacio que preside el pueblo y que sirvió de cuartel a los combatientes... Hasta aquí la toponimia recorrida por las Milicias Vascas Antifascistas seguramente no evoque gran cosa a la mayoría. Pero a finales de noviembre de aquel primer año de la guerra, las MVA se transformaron en un verdadero batallón y fueron trasladadas al lugar donde más duros eran los combates: Parque del Oeste, Moncloa y especialmente Ciudad Universitaria se convierten a partir de aquí en el hogar de los vascos. Aquí se enfrentaron a un combate de desgaste, que cada vez tenía menos que ver con aquella guerra de alpargatas y más con la Primera Guerra Mundial. Los ataques frontales a posiciones atrincheradas fueron el día a día de los primeros meses de 1937, hasta que el alto mando desistió en su afán de conquistar directamente las facultades y hospitales convertidos en fortalezas por los rebeldes.

Los ataques se llevaron a otros lugares, pero la violencia permaneció. A los siempre traicioneros tiradores y morteros se sumó un arma tan terrible como primitiva. La guerra de minas consistía en excavar una galería subterránea hasta donde se calculaba que estaba el enemigo, y colocar una carga de hasta varias toneladas de altos explosivos para convertir sus trincheras y refugios en torrentes de tierra y sangre que no dejaban más que cráteres humeantes. Al constante riesgo de morir enterrado se sumaba un peligro más siniestro si cabe. Al volatilizarse, las enormes cargas de las minas se convertían en nubes de gases tóxicos que quedaban a merced del viento que soplase en el momento de la explosión, y que no diferenciaban entre amigos y enemigos. Para poder mantener una mínima cordura, a ambos lados de la tierra de nadie se extendió un característico humor negro, bien representado por el grafiti que unos soldados rebeldes dejaron en un muro del Hospital Clínico. Una pequeña licencia artística, pero basada en esta omnipresencia del humor independiente del lado por el que se combatía, permite que en el cómic sean unos vascos quienes se sirvan de ello para sobrevivir a la rutina barbárica del frente universitario, que padecieron durante dos años y medio de guerra.

De cambio de rutinas va la guerra, y no hay sujeto que lo ilustre mejor que el de las mujeres. Dejando atrás los roles impuestos por la sociedad, algunas se lanzaron al frente a combatir codo con codo con los hombres. En las Milicias Vascas hubo al menos una de ellas. Su nombre era Domi, pero sus compañeros la apodaron Consulesa de Irun, localidad desde la que escapó tras los combates de San Marcial. Pasando por Francia, Barcelona y Valencia llegó a los frentes de Madrid, donde desempeñó la función de enfermera en primera línea, en un rol similar al de los sanitarios militares que conocemos de películas y videojuegos. En la figura de Domi encontramos los valores más progresistas de la época, pero también están presentes los aspectos más tradicionales: como muchas otras milicianas, era una figura maternal para sus compañeros. Y como a otras tantas el proceso de militarización le alejó del frente y le llevó a un hospital de retaguardia, sin duda no por voluntad propia.

La retirada de esta intrépida vasca no fue la única consecuencia de la militarización. Las MVA aspiraban a ser un símbolo de la voluntad antifascista del pueblo y el Gobierno vasco, y por ello se dotaron de elementos simbólicos como txapelas y brazaletes que les distinguiesen del resto. El PNV se volcó en la campaña de difusión de sus méritos, gestionada personalmente por Manuel Irujo.

El Gobierno republicano, con el apoyo de los comunistas, promovió la homogeneización de los batallones del naciente Ejército Popular, y las Milicias Vascas Antifascistas se convirtieron en el 158º Batallón de la 40ª Brigada. Los elementos estéticos diferenciadores desaparecieron progresivamente, como también lo hizo el trasfondo político nacionalista. Esos asuntos se resolverían después de la guerra, decían.

Los dirigentes del batallón se lamentaron de esta perdida de identidad, incluso uno de ellos se marchó para combatir en Euskadi. La mayoría, sin embargo, permanecieron. Algunos resignados, pero otros satisfechos, puesto que no fueron pocos (jóvenes, sobre todo) quienes habían abogado por la militarización. La viñeta en la que se arrojan las ikurriñas al fuego refleja esta atmósfera. Se trata de una escena simbólica, pues no hay constancia de ninguna quema, pero que trata de capturar el fin de una etapa con un gesto que pudo haberse hecho con resignación y tristeza, pero quizás también de buena voluntad.

Como se puede ver, los aspectos menos luminosos de la guerra y las voluntades anónimas y siempre diversas que los moldearon son uno de los temas centrales del cómic. La transición desde el estado de ánimo optimista que domina el comienzo de las andanzas bélicas de los milicianos vascos, al pesimismo derivado de las frustraciones de un proyecto político fallido para algunos, y un frente cruel y olvidado para todos, se ve reflejada en el progresivo apagado de paleta de colores. Historia y arte se unen en este formato para sacar del olvido el relato de esta pequeña comunidad de combatientes unidos por una identidad nacional y un enemigo común.

Zarautz, 1994. Graduado en Historia por la Universidad Complutense de Madrid. Su especialización se centra en la Historia Contemporánea de España, con hincapié en la Guerra Civil. Es socio del Grupo de Estudios del Frente de Madrid (GEFREMA).

La Felguera, Asturias, 1994.

@punkillismo

Dibujante y guionista, autor de cómic y novela gráfica.

Graduado en Bellas Artes por la UPV/EHU.