eL 22 de abril de 1915 nacía en el caserío Iturbe, del barrio Barinaga de Markina, José María Arizmendiarrieta, inspirador de una de las experiencias cooperativas más importantes y más estudiadas del mundo, la experiencia cooperativa de Mondragón. Él sería no solo el impulsor de la iniciativa, sino también el verdadero líder de ella en los años de su construcción y desarrollo, hasta su muerte en 1976.

Transcurridos 103 años desde su nacimiento, su recuerdo cada vez nos es más lejano y su figura cada vez se hace más incomprensible para las nuevas generaciones. Sobre todo, se olvida que su proyecto cooperativista no fue una mera propuesta empresarial, sino que implicaba el desarrollo de unos valores humanistas y religiosos, sin los cuales no sólo es muy difícil entender los inicios de la experiencia cooperativa Mondragón, sino que también puede que sea difícil entender su futuro.

José María Arizmendiarrieta fue un fiel hijo de su época. Nacido en un ambiente rural, se crió en un hogar caracterizado por una fe cristiana muy intensa. Su vocación religiosa nacería muy joven. En 1927, con doce años, ingresó en el seminario menor de Gaztelu-Elexabeitia y en 1931 pasó al seminario diocesano de Gasteiz, lugar central en su vida, donde se inició su formación e interés respecto a las cuestiones sociales a través del catolicismo social de la época.

La cuestión religiosa fue su verdadera preocupación, sobre todo en lo referente al papel de esta respecto a la conflictividad social que caracterizaba a una sociedad fuertemente industrializada como la vasca. Era la época en la que la Iglesia católica intentaba acercarse al problema social surgido tras la revolución industrial, ante el avance de un socialismo cada vez más alejado de la religión. Este se había convertido en el principal instrumento de organización de los trabajadores ante las duras condiciones del proceso industrializador. Fue en 1881 cuando León XIII publicó la famosa encíclica Rerum Novarum, en la que el Papa trataba de dar una solución desde la Iglesia al problema de la conflictividad en las fábricas. Este fue el inicio de la Doctrina Social de la Iglesia, corpus teórico formado por las enseñanzas de los papas respecto a temas sociales.

Tras la Rerum novarum, en 1931 vino la encíclica Quadragesimo anno de Pío XI, la cual, siguiendo la estela de la Rerum Novarum, puso en duda la lucha de clases como solución del conflicto entre trabajadores y patronos y recalcó la necesidad de lograr una mejora de las condiciones laborales a través de la intervención de los gobiernos y a través de la colaboración entre trabajadores y patronos. En ambas encíclicas se criticaba tanto el socialismo, que sostenía la lucha de clases como solución a la conflictividad social, como el liberalismo, que sólo buscaba el logro de la riqueza individual sin tener en cuenta las consecuencias de esta sobre los trabajadores. Liberalismo frente a socialismo, esa era la dicotomía que trataba de salvar la enseñanza social de la Iglesia.

Pero no solo la Iglesia adoptó esta postura, también el nacionalismo vasco hizo suya esta visión a través de figuras eclesiásticas como los sacerdotes Policarpo Larrañaga, Alberto Onaindia o José Ariztimuno, Aitzol. Estos sacerdotes influyeron no sólo en el ámbito eclesial, también ejercieron su influencia en organizaciones como el PNV o ELA. Además, con el aumento de la tensión social tras la proclamación de la II República, esta nueva tercera vía sirvió al nacionalismo vasco como diferenciador frente a la izquierda socialista y a la derecha conservadora española.

Nuevas corrientes Arizmendiarrieta vivió este ambiente durante su paso por el seminario de Gasteiz en 1931. Como explica Fernando Molina en su biografía, este seminario se había convertido en una institución capaz de formar a los nuevos sacerdotes en las corrientes pedagógicas más modernas y en el catolicismo social más adelantado. Con profesores como José Miguel Barandiaran, Rufino Aldabaldetreku o Juan Thalamas, los seminaristas se abrieron a las nuevas corrientes del catolicismo social de Europa, sobre todo al personalismo francés, corriente filosófica que trataba de renovar el catolicismo y el pensamiento europeo, superando la dicotomía de la época entre individuo y estatalismo, a través de la revalorización de la persona como categoría principal. Sin olvidar en lo espiritual al Movimiento Sacerdotal de Gasteiz, liderado por Rufino Aldabaldetreku, y que implicará la revalorización del sacerdote diocesano como apóstol social.

Autores personalistas como Emmanuel Mounier y Jacques Maritain conformaron a las nuevas generaciones de sacerdotes e influyeron en el nacionalismo vasco a través de la lectura de la revista francesa Esprit y de la incorporación de posiciones personalistas a través de la sección Esprit Nouveau Vasco del periódico Euzkadi del PNV, redactada por la agrupación de universitarios del partido, Euzko Ikasle Batza a partir de 1934. Este nuevo lenguaje permitió al nacionalismo separarse del integrismo católico en lo religioso y adoptar un lenguaje político superador tanto del liberalismo como del socialismo.

Tras la guerra, Arizmendiarrieta se alejó del nacionalismo y de la política, centrándose en su labor de apostolado social. El administrador apostólico Francisco Javier Lauzurica, nombrado después de la renuncia del titular Mateo Múgica, conociendo su gran interés y conocimiento de los temas sociales, lo destinó a Mondragón. En esta población industria, Unión Cerrajera de Mondragón, una de las mayores fábricas de la región, era foco de tensiones sociales y conflictos entre trabajadores y patronos. A su nuevo destino llegó en calidad de coadjutor de la parroquia de San Juan Bautista, desde donde comenzó su labor de reforma de la empresa.

Arizmendiarrieta se puso manos a la obra de aplicar la Doctrina Social de la Iglesia en este ámbito, tratando de superar el tradicional hándicap de esta de pasar de la teoría al campo práctico. Su objetivo, por tanto, era encarnar la enseñanza social de la Iglesia en una empresa real, para lograr su reforma, uniendo a trabajadores y patronos en armonía. Al comprobar la imposibilidad de lograr sus objetivos en la empresa tradicional -la Unión Cerrajera se negó a repartir acciones entre los operarios-, Arizmendiarrieta optó por otro camino.

Salida factible Es en ese momento en el que volvió la vista al cooperativismo, que ya había sido preconizado como salida por Mounier y los personalistas y, en Euskadi, entre los nacionalistas, siguiendo el camino de estos pensadores franceses, por los elementos más adelantados de la ELA anterior a la guerra civil, como Dario Ansel muestra en su obra sobre Solidaridad. Además, Arizmendiarrieta, a través de la rama eibarresa de su familia, conocía la experiencia de los talleres Alfa, pionera en el cooperativismo industrial en España. Así que el cooperativismo se convirtió en la salida factible para lograr la reforma del mundo empresarial. Esta reforma implicaba lograr que el mundo del trabajo dejase de ser un foco de tensión y desunión y se convirtiese en un ámbito de solidaridad y cooperación. Aquí se encontraba el pecado original de la sociedad, en la empresa y en la confrontación entre trabajadores y patronos que se originaba en ella. En el cooperativismo el hombre se convertía en el verdadero centro de la economía, superándose el conflicto que desencadenaba el egoísmo y la falta de solidaridad, creándose un nuevo orden, y un nuevo hombre, el hombre cooperativo. Un nuevo hombre que lograse llevar la solidaridad y la fraternidad a la empresa, a través de una estructura más democrática y solidaria.

Por tanto, Arizmendiarrieta entendió su apuesta como un desafío no sólo económico o social, sino espiritual y ético. Como él mismo escribió, su propia falta de pan era un problema material, mientras que la del prójimo era un problema espiritual. Como afirma Joxe Azurmendi, esto implicaba para Arizmendiarrieta que el pan significa la síntesis de todos los problemas humanos. El cooperativismo fundado por él no era por tanto un mero medio de creación de riqueza, sino que implicaba valores humanos y religiosos más elevados.

Pero, por lo mismo, el cooperativismo no es el final del camino. Como decía Arizmendiarrieta, en un futuro puede que surja algún nuevo tipo de estructura que sea capaz de encarnar esos valores que buscaba de manera más fiel. Lo importante es la búsqueda de ese hombre cooperativo en la historia, el encarnar esos valores de solidaridad en una estructura empresarial. Unos valores que, si se olvidan, como se ha visto estos años con el caso Fagor, pueden hacer que la experiencia cooperativa se desmorone.

Una mística y una ética, que no deben perderse para que la experiencia cooperativa Mondragón siga siendo una herramienta de transformación de la economía en un factor de desarrollo de la comunidad y el individuo. Ya que, como Arizmendiarrieta mismo definió “el cooperativismo es un proceso orgánico de experiencia en el que se trata de que la actividad humana, la actividad socioeconómica, acepte la inspiración y la regulación de valores superiores humanos”.