ME consta lo impopular de lo que vengo a píar, pero si no lo suelto –algo me conocen ya ustedes– reviento. Así que ahí va. No tengo nada claro que haya que prorrogar los descuentos lineales del 50 por ciento en los transportes financiados por las instituciones vascas ni del 100 por ciento en los de (veremos por cuánto tiempo) titularidad española. Por supuesto, soy el primero que celebra que cargo la tarjeta Barik con la mitad de frecuencia que antes y, educado en la austeridad, pienso en lo bien que me van a venir esos céntimos para enjugar parte del subidón sideral de la leche, los huevos, el pan y no digamos el aceite.

Pero luego le doy media vuelta y caigo en la cuenta de varias circunstancias. Primero, que el dinero con que se sufragan los descuentos no ha caído del cielo; viene de mis impuestos. Segundo, y más importante, que la rebaja se la hacen exactamente igual a quienes cobran la RGI que a quienes ganan un potosí. Me dirán que estos últimos no usan el transporte público, y se lo admitiré solo a medias, e inmediatamente me referiré a otro descuento líneal que se rige por el mismo mecanismo: el de los combustibles. Aquí sí hay datos que prueban que esta subvención ha beneficiado a las rentas más altas. Qué coraje me da ver un Alfa Romeo repostando junto a un Clio de quinta mano y saber que la bonificación va a ser igual para ambos. Y volviendo al transporte público que gestionan Gobierno vasco y diputaciones, no me digan que no suena a cachondeo que la administración española no haya presupuestado su parte de la subvención en caso de prórroga. Qué fácil es pagar las rondas con la pasta de los invitados.