LA verdad no está de parte de quien levante la mano con más fuerza ni de quien grite más. Y hay una verdad que nos rodea como si fuese un ejército dispuesto a la conquista. Es esa verdad que se cuenta terribles historias, sí: pero también con cifras irrebatibles que, ¡ay, ama!, convierte a la mujer en una muñeca de pimpampum. Dicen que en las sociedades más avanzadas la mujer encuentra hoy más posibilidades y menos trabas que ayer. Quizá sea así en el confuso mundo de los porcentajes pero no parece que haya bajado el caudal del río rojo de la violencia contra las mujeres, vista las cifras que ensucian estas páginas.

En siglos diferentes, y en diferentes orillas de la misma mar, de todos los mares si se mira bien, aún hoy ha de defenderse, por hablado y por escrito, a la despreciada mitad del mundo. Nos lo dijo quien fuera secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, desde tan despejada atalaya: “La violencia contra la mujer tiene un alcance mundial y se presenta en todas las sociedades y culturas, afectando a la mujer sin importar su raza, etnia, origen social, riqueza, nacionalidad o condición”. Eso que les decía de las sociedades avanzadas. Como hombre no, no solo. Cómo ser humano: uno se siente avergonzado de que así sea.

Eduardo Galdeano , aquel hombre que tuvo tan certera mirada del mundo, nos recordaba que no hay tradición cultural que no justifique el monopolio masculino de las armas y de la palabra, ni hay tradición popular que no perpetúe el desprestigio de la mujer o que no la denuncie como peligro. Con esas dos cargas señaladas por el viejo escritor es difícil buscar una solución en general. Muy difícil. Pero sí podemos hacer algo. Podemos actuar, cada cual en su proceder, como si hombres y mujeres no fuesen iguales, que no lo son, sino que mereciesen lo mismo.