AQUELLA MOCIÓN - A estas alturas sigo sin poder evitar sonrojarme al recordar una columna que escribí hace tres años y cuatro días. Se titulaba Una moción de fogueo, y en ella daba por hecho que Pedro Sánchez no iba a sacar más premio de su órdago parlamentario a Mariano Rajoy que unas migajas de atención mediática. Quedé ahí como un Nostradamus de cuarta regional. Bien es cierto que en mi descargo alego que no fui, ni muchísimo menos, el único que pensaba que el de Pontevedra saldría airoso del envite. Prácticamente todo apuntaba por ahí. Más allá del coscorrón que suponía la sentencia que venía a dejar negro sobre blanco -como si hiciera falta- que el PP era un partido corrupto, se antojaba que el resto de piezas tenía difícil encaje. Y no solo porque se acabaran de aprobar los presupuestos, que también. Es que hacía falta una virguería aritmética para tumbar a Tancredo. Incluso cuando el PNV dio el paso que hacía posible la mayoría, al PP le quedaba una última baza para conservar el Gobierno. Habría bastado con que dimitiera Rajoy y cediera el mando a la entonces vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría.

En el restaurante - Evidentemente, no lo hizo. Optó por una rajoyada que resultaría célebre. Después de la sesión matinal en el Congreso, se fue a comer al restaurante Arahy y ya no volvió. Ni él ni buena parte de sus ministros. Sabiéndose perdidos, demostraron su altura política pasando un kilo de la moción de censura. En lugar de dar la cara en la derrota, prefirieron agarrarla llorona -parece que en muchos casos, literalmente- en una sentada que se alargó hasta casi las once de la noche. La suerte estaba echada: había llegado el momento de solicitar el reingreso a la plaza de registrador de la propiedad en Santa Pola, Alicante, donde los famosos apartamentos que se ganaban en el 1,2,3. Eso, con mil y un marrones pendiendo todavía sobre su cabeza.

Y Sánchez, claro - La otra parte del cuento ya la saben. Pedro Sánchez cambió el colchón de Moncloa y hasta hoy. Bueno, tampoco ha sido tan fácil. Por medio ha habido dos elecciones generales, la formación de un gobierno de coalición con quien se juró que no se pactaría, la explosión parlamentaria de la extrema derecha, la práctica desaparición de Ciudadanos, y el desinfle y reinfle del Partido Popular. Eso, claro, sin contar con una pandemia que ha provocado un desastre sanitario sin precedentes en un siglo y la ruina económica. Nada de esto se podía oler remotamente hace solo tres años. Y ahí es donde llega la moraleja: los pronósticos se desbaratan.