Tememos a los demonios. Habitan en los límites de las praderas. Y nos atacan cada vez que se les presenta ocasión. A veces podemos hacerles frente. Otras, no nos queda más que arrear nuestras monturas, con mujeres, niños y ancianos, y refugiarnos en las llanuras heladas del norte. Y solo podemos alimentarnos de mantequilla agria y leche de yegua. Cuando eso sucede, el hambre y las pestes diezman a los más débiles.
Las tribus del gran frío nos permiten vagar por las fronteras de sus tierras. A menudo, los mejores sementales de entre nuestros caballos, los más pesados, se hunden en la turba hasta la silla y solo nos queda degollarlos para beber su sangre y ahumar su carne. Su dolor es el nuestro. Y la pérdida, sin medida. Las tribus del gran frío ni comercian ni conocen nuestra lengua. Son bárbaros que se acuestan al calor de sus renos y cocinan con liquen y piedras quemadas al fuego. Nos toleran mientras no seamos muchos y abandonemos su erial de nieve antes del buen tiempo. Siempre se muestran taciturnos y frugales. Y también crueles cuando lo creen necesario. La tierra que habitan hiela el corazón.
Los demonios del sur Ignoramos cuándo los demonios del sur levantaron murallas de arcilla y roca tallada para separarnos de lo que fueron nuestros pastos de invierno y ahora son sus cultivos ¿De dónde sacaron tanta piedra y barro? Acostumbran a hostigarnos en primavera. Acarrean sus barcazas para cruzar los ríos anchos; ni tras sus aguas hallamos descanso. Han domado armas misteriosas que arrojan fuego e hieren desde allí donde no alcanzan los venablos. Nos atacan con espadas afiladas, embozados con horribles máscaras y aullando como chacales de la estepa. Les gusta guerrear a pie.
A quienes no asesinan, se los llevan como esclavos. Algunos de los nuestros, aunque quebrados, han conseguido regresar de sus profundas minas e infernales molinos; todos hubieran preferido la muerte. Nuestras madres nos dieron a luz para ser libres.
Los ancianos dicen que latigazos de agua devoran la tierra por los arenales donde nace el sol. No existe memoria de que surgieran demonios de ese lugar. Pero el lago inmenso nos impide huir. Su agua no sirve para beber ni para regar los pastizales. En sus orillas, a menudo, aparecen los cadáveres de bestias deformes y monstruosas. Cuentan los ancianos que tales seres habitan al otro lado de la cuna del sol. Nuestra ley deja claro que jamás nos adentraremos más allá de donde nade un potro. Es una norma inquebrantable. No existe camino para nuestro pueblo hacia la cuna del sol.
Los demonios del oeste Peores que las tribus del gran frío, o los demonios del sur, son los demonios del oeste. Los hay de muchas clases: con cabellos largos o cabellos cortos, de piel clara o cetrinos, pero todos ignoran el valor de la palabra dada. Mienten mirando a los ojos. Sin respeto a los dioses. Usan tablillas, cuero fino o losas para grabar sus extraños signos. Y los entregan como si poseyeran algún valor o escondieran una magia poderosa que simulan descifrar. Son soberbios y taimados. Maestros de la traición. Lo mismo ofrecen oro que desenvainan el hierro. Lo mismo torturan que suplican. Jamás duermas entre los demonios del oeste, remacha el adagio.
Los demonios que allí moran se equivocan cuando piensan que ambicionamos sus palacios y reinos. No entienden que nuestro único deseo es retornar a las estepas cuando la hierba brote de nuevo con el frescor del rocío. No entienden que la plata no nos puede hacer tan felices como la visión de una manada de yeguas brincando en el pasto joven. No entienden que el balido de los corderos nacidos tras una buena paridera vale para nosotros más que cualquier oro.
Cuando el viento y la sequía agostan los herbazales, cuando en las yurtas ni siquiera las ratas hallan qué roer, salvo leña o cuerdas, montamos día y noche. Lo hacemos para cambiar nuestra hambre por su trigo. Y nuestro miedo por su terror. Nos lo demandan los ojos muy abiertos y el llanto de nuestros hijos. La muralla al sur, el agua infinita al este y la tundra helada al norte nos obligan a dirigirnos hacia el oeste.
Tememos a los demonios. Siempre tendieron trampas y recurrieron a tretas. Pero nosotros nada podemos perder. Solo poseemos hambre y miedo. Ganado de ubres secas y piel pegada a los huesos. Niños que merecen calmar sus vientres cada día. Cabalgaremos de nuevo rumbo al oeste. Iremos en busca de pastos, agua y trigo.
El hambre proporciona el valor para atravesar muros y formaciones de hombres con duras corazas. El miedo alimenta el espíritu de los jinetes que agitan cimitarras. Al trote, flanquearemos bosques y hollaremos vados. Al galope, arrasaremos aldeas, ejércitos y ciudades. Hasta cargar los carros de grano y las acémilas de tasajo. Y retornar.
No sabríamos vivir en la tierra de estos demonios que todo lo miden y que humillan a la tierra apresándola bajo áridos caminos, obscenas tapias y empalizadas inútiles. Seres antinatura que se acurrucan en viviendas inmóviles a las que se atan hasta la muerte. Lo propio de los hombres es conocer horizontes nuevos cada semana. Y trocar caballos por ovejas y cabras por pieles cuando se encuentran con otros hombres. Y beber y cantar juntos hasta que se retira la luna.
Cargamos ijar contra ijar. Como una tormenta de espadas y pezuñas. Gritamos para asustar al espanto. Listos para retroceder ante cualquier estratagema de los demonios del oeste.
“¡Vienen los hunos!”, repiten entre sollozos. Y se desbandan.